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Cuando siento que no avanzo en la vida

Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/07/16

Jesús no me pide el cambio, me pide la amistad, y su amor traerá el cambioA veces en mi vida siento que no avanzo mucho. Tal vez me conformo con lo que hay. Con mis pecados y talentos. Me pongo nervioso y no mejoro. Y una voz en mi interior me dice que soy así, que no puedo hacer nada, que no seré mejor aunque me esfuerce.

Y pienso en negativo. Caeré siempre en la misma caída. Retrocederé siempre hasta donde estaba hace ya un tiempo. Fallaré de nuevo en mis propósitos de enmienda. Y volveré a empezar en un comienzo antiguo, reiterativo, carente de sentido.

Y recuerdo las palabras del P. Kentenich: “Nunca llegaremos a estar libres de imperfecciones. Pero si dejo de acometer contra ellas, comienza el estado peligroso. La tibieza es un estado de enfermedad moral. Una parálisis del alma. Desnutrición del alma”[1].

No quiero ser tibio. Me da miedo llegar a no saber muy bien cómo mejorar en algo. Por eso vuelvo a empezar. Un proverbio africano me recuerda lo importante: “Si quieres llegar lejos, empieza a caminar hoy”.

Quiero comenzar hoy a andar de nuevo, a madurar de nuevo. Aunque sienta que no lo consigo. Confío en que avanzo, aunque crea a veces que los caminos son de regreso. Aunque dude.

Una persona rezaba: “Te doy gracias, Jesús, por el camino. Vivo cada día pensando que todo lo que hago tiene un sentido. No quiero temer el futuro. Ni aferrarme a mi presente de forma desesperada. Quiero decirte que sí cada mañana. Tranquilo. Como ese día primero en el que te dije que sí que te quería. Y te sigo queriendo. Te quiero con toda el alma. Me abrazo a los sueños imposibles. Acaricio las penas con las manos. No quiero perder mi tiempo amargado por no seguir la estela de los que han triunfado”.

Quiero seguir avanzando. De nuevo sí. No me importa tanto el éxito o el triunfo. Miro a la Virgen María y renuevo mi sí de amor. Cuando uno ha tocado a Dios siempre quiere más, amar más, dar más. Pero el corazón es débil y corro el peligro de volverme tibio.

Creo que puedo cambiar, mejorar, ser más santo. Dejar esas esclavitudes del alma que tanto pesan. Aunque me entren dudas como leía el otro día: “En los comienzos del camino para abandonar la conducta que esclaviza es muy frecuente que se dé un querer sin querer, un quiero pero no puedo, que el cuerpo se queje, que la cabeza dé todo tipo de argumentos, o que se diga en alto: no quiero dejarlo. Puede ocurrir que nos engañemos a nosotros mismos”[2].

No quiero conformarme con lo que soy, con lo que tengo. No quiero acostumbrarme. Me siento cómodo y me enfrío. El alma queda desnutrida. Me importa la vida. Me importa crecer.

No quiero hacerlo yo todo solo. Sé que Dios sostiene mis pasos y esa certeza calma mi alma. Pero a veces no cuento con su poder.

El otro día leía: “Cuando el hombre empieza a confiar en sus propias capacidades, acaba de dar el primer paso en el camino hacia el fracaso final. Y la mayor gracia que Dios puede concederle es enviarle una prueba que no sea capaz de soportar con sus propias fuerzas y sostenerlo con su gracia para que pueda perseverar hasta el final y salvarse”[3].

Siento que con mis fuerzas puedo muy poco. Y sé que si me dejo hacer, Dios hará milagros. Pero no suelto las riendas. No dejo que Dios haga su labor. Y pienso en Jesús que trató a los pecadores como sus amigos. Quiero que venga a mi casa y me trate como su amigo.

El otro día leía: “Lo sorprendente es que Jesús acoge a los pecadores sin exigirles previamente el arrepentimiento, como había hecho el Bautista. Les ofrece su comunión y amistad como signo de que Dios los acoge en su reino. Los acoge tal como son, pecadores, confiando totalmente en la misericordia de Dios, que los está buscando. Por eso Jesús pudo ser acusado de ser amigo de gente que seguía siendo pecadora”[4].

Jesús no me pide el cambio, me pide la amistad. Y ese amor de Jesús traerá el cambio. La amistad con alguien que me ama como soy, con alguien bueno, me acaba cambiando. Acabo siendo mejor de lo que soy.

El amor asemeja a los cónyuges. Los hace mejores. El otro día una persona decía de unos novios: “Soy amigo de los dos. Y me gusta estar con los dos a la vez. Porque cuando están juntos, sacan la mejor versión de cada uno. El amor que se tienen los hace mejores”. Ojalá, cuando hayan pasado ya muchos años casados, puedan decir que el amor mutuo los ha hecho mejores.

La amistad con Jesús también me hace mejor persona. Más completo. Más pleno. Y no quiero caer en la tentación de pensar que no puedo cambiar nada.

Decía el papa Francisco: “El primer síntoma de cansancio del camino: Me está pasando esto. Salí en cuarta y ahora estoy marcha atrás. La tentación del cansancio es muy sutil”.

Podemos cansarnos al mirar nuestra vida. No somos mejores que cuando empezamos. Al menos eso pensamos. Tanto tiempo invertido. Tanta vida. Tanto amor. Y nos cansamos de tanto esfuerzo. Y queremos tirar la toalla y dejar de pensar en crecer.

No puedo, grita el alma. No quiero esforzarme tanto para luego repetir los pecados de siempre. Para sentirme igual de pequeño. Y me esfuerzo. Y lucho. Y creo que le dejo espacio a Dios, pero realmente no lo hago. Quiero descansar en Jesús. Ser su amigo.

No me pide que cambie para ser su amigo. No me pide que sea mejor porque Él ya conoce mi mejor parte. La belleza oculta de mi alma. La luz que yo mismo no logro sacar de mi corazón.

Pero a veces creo que no me quiere por lo que soy. Sino que ve la semilla de algo eterno en mí, se conforma con lo que todavía tan sólo sueño y cree en mí.

 

[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[2] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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