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El rastro que deja una madre tóxica

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Orfa Astorga - publicado el 12/07/16
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Puede dejar un rastro de resentimientos y debilidades humanasEn aquella fiesta de bodas Julieta bailó con alegría, y por primera vez se esforzó por alcanzar el ramo que la novia  arrojo para que,  quien  lo ganara según costumbre, se casara felizmente en un futuro próximo. Antes, con discreción evitaba tomar  ese ramo, al igual que no admitía la idea del matrimonio. Ahora se sabía capaz de ser y hacer feliz a otra persona. Al tiempo, contrajo feliz y afortunado matrimonio.

Julieta es  hija de una familia muy herida,  la forma de ser aniquilante de su madre  daño a su padre, a sus hijos y otros familiares, dejando un rastro  de resentimientos  y penosas debilidades humanas.

Nos cuenta su historia.

Mi madre no midió el abuso que hacía del amor que sentíamos por ella,  era arrogante, impositiva, siempre con la actitud de ser poseedora de toda verdad, ejerciendo a la vez, el más refinado maltrato psicológico, deliberado y  con logradas habilidades. Como la arañas que tejen una red que poco a poco inmoviliza a su presa, mi madre con su trato, terminaba dejando emocionalmente  inerme a una persona, al grado de hacerla totalmente dependiente de sus juicios y opiniones, añadiendo a ello un  real temor a su persona.

Era muy seductora al principio con quienes se acercaban a ella, luego, empezaba un proceso de asalto a la intimidad con el “cuéntamelo todo” erigiéndose luego en  mentora, sin respetar en absoluto la subjetividad de su víctima, vulnerándola poco a poco. Cuantas veces le escuche decirle a mi padre, a alguno de mis hermanos, yernos, nueras o amistades, expresiones como: “pero como no vas a estar fracasando, si tú no puedes…” o, “no es cierto lo que estás pensando, las cosas son así…“; es que no te das cuenta de cómo te ven los demás”; “tú no sabes, lo que realmente sucede es que…”; “reconoce tu incapacidad para…”  Luego, después de culpar, se erigía en quien nadie más podía ayudar,  la salvadora, quien solo podría hacer  ver y entender la realidad a la víctima,  a costa  de dejarla hecha papilla.

Y victimas éramos todos los que nos encontrábamos cerca de ella, en su condicionado modo de  ser aceptada.

Con quienes se negaban a caer en esa su red,  reaccionaba con fuerte ira y resentimiento,  no había opción, o se alineaban dejándose dominar, ningunear y humillar por ella, o eran objeto de su enconado odio. Fue así como mi padre, vencido, acabó en un don nadie, al que aisló  cortando todos sus lazos  de afectos con parientes y amigos terminando tristemente, mimetizado con ella en un estado de indefensión aprendida, sin apenas percatarse de que lo cierto era que había sido despreciado como persona por quien debió haberlo enaltecido  y hecho feliz.

Mi madre  parecía extender su ámbito de vasallaje y  poder,  cuando lo que consiguió finalmente fue que las personas se alejaran de ella: hijos, nueras, yernos, y muchas amistades se dieron cuenta de que era necesario guardar una sana distancia en la que se diera el menor trato posible, sustrayéndose a su influencia por la que ya habían pagado un precio.

Yo entre ellos.

Atrás había quedado mi primera juventud en la que tuve el natural impulso por ser bondadosa, generosa, optimista; de  tener mucha vitalidad espiritual y lograr un digno proyecto de vida. Anhelos y capacidades que mi madre no  admitió y reprimió, porque  eran esas precisamente sus carencias. Me tomo un largo y doloroso proceso    llegar  a darme cuenta  de que yo no era pusilánime, egoísta, mala,  tonta… de que no era todo ese cumulo de  supuestas deformidades, defectos y carencias   que desde niña  le escuche decir sobre mí, y que formaban una oscura nube que me cubría la verdad de que yo si valía y tenía todo el derecho del mundo a crecer como persona, ser libre y feliz. Cuando esto me quedó muy claro, decidí que saldría de su red y no volvería a caer. Nunca pareció perdonármelo, yo había heredado su tozudez pero la usaría positivamente.

En su soledad, mi madre,  aunque parecía anestesiada en sus sentimientos, realmente sufría, no se nos ocultaba. Era el absurdo de una mujer inteligente, que amo sin saber amar.

¿Por qué fue  así? Puede haber tantas explicaciones:  como el repetir patrones equivocados de generaciones anteriores, la adquisición de traumas y complejos en la infancia como el afán de protagonismo, frustraciones, celos no resueltos, sufrimiento de  bullying, entre un largo etc. de tantas causas.

¿Pero… por qué no despertó  en una lógica escapada hacia la auténtica felicidad a través de la experiencia  de su propio sufrimiento, como  tantas personas? si la felicidad es el motor de toda la existencia humana y  nadie en sus cabales escoge ser infeliz, entonces, la única explicación es que con culpa o sin ella, mi madre no supo buscarla donde se encontraba y sucumbió a sus heridas.

Finalmente tuvo una penosa enfermedad que sobrellevó con gran reciedumbre  y  murió sin manifestar ningún cambio, al menos externamente. En sus últimos momentos   la asistió en confesión un buen sacerdote  que no la  había conocido, el cual, al salir de la habitación del hospital,   alcance por el pasillo solo para darle las gracias; se detuvo un momento, me miro pensativo, y dijo: su madre es una  mujer de mucho carácter, hizo una buena confesión y quedo en paz, una paz que al recibir la absolución pidió a Dios se extendiera a usted y a todos lo que ella trató.

Entendí con sus palabras, que mi madre había hecho una buena confesión. Dios sabe más.

Por Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia. Universidad de Navarra. 

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