He decidido mezclar en mi vida lo que no parece adecuadoCreo que no soy tan libre de mis propios gustos. Sé lo que me gusta y lo que no. Juzgo y decido. Rechazo y acepto. Sé que no me gusta el croissant con tomate y aceite. Lo salado con lo dulce no lo mezclo. Tampoco me gusta la sal en el té. Ni el picante en una tarta de chocolate.
Sigo viejos patrones aprendidos en casa. Al menos así lo creo. Soy como mi madre. A ella tampoco le gustaba el pescado o la pasta. Y yo aprendí de su mano. Será cosa de familia. Así lo entiendo.
Quizás pasará el tiempo y mi memoria mezclará lo imposible. Como mi madre, que hoy ya no hace ascos a nada. Y todo le parece estupendo. Tal vez es mi cabeza la que bloquea las decisiones. Y me hace decir que no a ciertas cosas que no me entran por los ojos.
Me lleva a optar por algunas que parecen más agradables. Me hace rechazar y elegir otras. Aceptar o dejar de lado lo que se me presenta. Lo tengo claro, el sabor de las cosas pasa por mi cabeza. Y creo que también pasa por mi corazón enfermo que se aferra a lo conocido, a lo de siempre, y no quiere sorpresas.
Tal vez el corazón sepa más que la mente. Y sea posible en él unir las cosas imposibles. Eso espero al menos con el paso del tiempo, cuando sea más sabio, más maduro. Será posible entonces mezclar lo que no pega. Y hacer que convivan los que piensan diferente junto a mí, en mi alma. En mi corazón herido que no entiende de sabores. O mejor dicho, sí entiende. Ama el sabor de la vida, no quiere el sabor la muerte. Así de sencillo.
Elijo en mi corazón lo que me da vida. Lo que me ensancha el alma. Elijo el amanecer que me levanta. La puesta de sol que calma mi nostalgia de infinito. Elijo dar la vida por el que la ha perdido. Escuchar al que me habla. Ayudar al que espera. Elijo, siempre de nuevo, pensar más en el otro, que en mis planes mezquinos.
Y decido mezclar en mi vida lo que no parece adecuado. Lo que no me entra por los ojos. Aunque sobre gustos, siempre me han dicho, no haya nada escrito. Quiero la sal y el azúcar, los elijo juntos, en un mismo plato. Las luces y las sombras. Los extremos opuestos. El calor y el frío.
Creo en una mirada mía que no encasille, que no juzgue, que no reprenda. Que no haga como aquel que decía, al ser llamado separatista: “Sí, pero sólo con los que no piensan como yo”. Yo me rebelo contra mis propios gustos.
Que no me encasillen, que no encasille a nadie. Entre la sal y el azúcar elijo la mezcla imposible. Aunque mi cabeza diga otra cosa. Mi corazón elige. Por eso elijo escuchar al que piensa diferente. Respetar las posturas que no entiendo. Querer al que no actúa como yo lo hago. Comprender al que no sigue mis principios. Aceptar a todos sin mirar tanto de dónde vengan.
Tal vez mis gustos no sean absolutos. Ni mi opinión sobre la vida sea la única que cuenta. Tal vez no puedo exigirle a otro que acepte lo que yo digo, lo que a mí me gusta. No puedo pretender que me lea, que me apruebe y piense como yo pienso.
No me gusta esa forma de educar en la vida. En la que hago ver al que educo que sólo hay buenos y malos, los que piensan como uno y los distintos. No quiero educar con moldes, encasillando, separando. Aquí nosotros, aquí ellos.
Quiero educar y educarme para tener un corazón grande. Que no desprecie al que no comprendo. Que no rechace al que no piensa ni vive como yo lo hago.
¡Qué importante resulta siempre el diálogo! Es el camino en el que renuncio a tener razón en todo momento para dejar espacio al otro, a su opinión diferente, a su forma original de ver las cosas. Antonio Gala decía: “El que no ama siempre tiene razón. Es lo único que tiene”.
Es curioso. Cuando no amo, tengo razón. Es lo único que me queda. Me quedo solo. Separado. En guerra.
Educar en la paz es algo diferente. Tiene que ver con el amor. El que ama está dispuesto a perder la razón por amor al otro, por acoger al otro.
Es difícil enseñar a pensar a los demás. Aprender yo a pensar, sin encasillar. Enseñar a otros a elegir lo verdadero sin ponérselo en bandeja, sin decirle la solución exacta de todos los problemas. Porque no hay una forma única de pensar. No quiero encasillar ni uniformar.
El mito griego de Procusto habla de un posadero con ese nombre que tenía sólo dos camas. Una grande y una pequeña. Al que sobresalía de la cama le cortaba las extremidades que sobraban. Y al que no llegaba a las puntas lo estiraba. Procusto se ha convertido en sinónimo de uniformidad. Cuando uno padece intolerancia ante la diferencia se dice que padece este mal.
No quiero ser intolerante ante lo que es diferente, ante el que piensa distinto. Quiero abrir mi mente y mi corazón. Quiero acoger la diferencia. Alegrarme con mi originalidad y con la originalidad de los otros.
Quiero aprender a elegir yo la comida que quiero sin vivir esclavo de mis gustos. No quiero renunciar a lo que no me gusta. Quiero abrirme a la sorpresa. Creo que no pegan el croissant dulce con el tomate y el aceite. Pero no lo sé seguro. ¡Cuántas cosas me pierdo cuando no me entran por los ojos y las rechazo!