En la salud y en la enfermedad, el éxito y el fracaso… ¡ama!Le doy gracias a Jesús por la vida que tengo, por la misión que me ha entregado, por el don que me ha hecho en mi vida. Beso mi vida tal y como es. Esa es la única forma de vivir bien mi camino.
No quiero ser el primero. Y a veces me confundo intentándolo. Y me desgasto en una lucha por los primeros puestos, buscando un reconocimiento que se me escapa, una admiración que se acaba.
Me gustaría dar mi vida sin importarme tanto el resultado final. La meta soñada. El logro que buscaba. Dar la vida con generosidad. Darla y no quitársela a nadie.
Me gustaría vivir en la salud y en la enfermedad con la misma actitud de vida. Vivir mi misión en las circunstancias en las que me encuentre.
Mi misión tiene que ver con mi entrega. Es una actitud de vida. No consiste en lograr muchas cosas, en dejar muchas cosas bien hechas. Es más bien una forma de vivir, de mirar, de amar.
Por eso me conmueve la vida de una madre italiana, Chiara, que murió como consecuencia de una dura enfermedad. Los que la conocieron destacaban su actitud llena de amor en sus momentos más duros: “Chiara no es como la mayoría de los enfermos terminales, que se aferran a la vida con todas sus fuerzas. Después de haberla escuchado o visto, la gente vuelve a casa reconfortada. No absorbe la vida de los que van a verla, se la da. Quien piensa en su situación desde lejos se angustia, en cambio quien está cerca de ellos vive el consuelo, fruto de una sabiduría diferente”[1].
Daba su vida, la entregaba con humildad. No se aferraba a ella. No retenía lo que Dios le había dado. Confortaba ella a los que pretendían animarla. No consumía la vida de los que iban a consolarla. Les daba su vida en un testimonio sencillo de amor.
Sus últimas fuerzas entregadas con amor. Su deseo de llegar más alto, más lejos, guardado en su corazón consagrado a Dios.
Su actitud me recuerda también a la actitud de la Hermana Cecilia, monja carmelita que vivió su enfermedad con una sonrisa en el rostro. La llamaban la monja de la sonrisa.
Lo tengo claro, no sufre menos quien sonríe más en medio de su sufrimiento. Pero sé que su sonrisa hace sufrir menos a los que están más cerca. No consume la vida de los que la acompañan. Al revés, les da vida y anima a los que llegan a dar ánimos.
Así me gustaría vivir siempre mi misión. En la salud y en la enfermedad, en la cruz y en los momentos de gozo. Quiero vivir sin consumir la vida de los otros. Sin agotar sus energías. Quiero vivir dando, no esperando siempre algo a cambio de mi entrega.
Así me gustaría vivir, dando esperanza y motivos para seguir luchando hasta el final. Dando alegría y motivos para sonreír siempre.
Me queda claro, mi actitud ante la vida es lo que cuenta. Mi camino de santidad no consiste en ser el primero, en ganar siempre, en tener razón en todo momento, en lograr todo lo que me propongo.
Mi misión consiste más bien en no darme nunca por vencido, en caer y volver a levantarme, con una sonrisa, desde mi pobreza.
Consiste en sonreír aun cuando no haya motivos aparentes para la alegría. Si creo en el amor de Jesús sosteniendo mi vida, será posible llegar al final del camino. No quiero agobiarme pensando en la importancia de los éxitos, de los logros. No quiero perder la mirada correcta sobre las cosas.
[La imagen que ilustra esta reflexión fue tomada el pasado 13 de junio en Orlando, durante un memorial por las víctimas de la masacre en el club nocturno Pulse, n.d.e.].
[1] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 135