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¿La santidad condena o más bien se humilla?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/07/16

Siempre hay algo bueno que se puede hacer

Siempre hay algo bueno que puedo hacer por alguien. Siempre puedo ser más generoso, más libre, más entregado, más bueno, más humilde. Siempre hay personas que pueden recibir un bien de mis manos, de mis palabras.

¿Hago yo ese bien que se puede hacer o peco por omisión? ¿Es suficiente todo lo que entrego? ¿Soy realmente generoso? Me gustaría saberlo. Pero pocas veces lo sé.

En ocasiones sí, cuando noto en mi alma que estoy siendo egoísta, que estoy privilegiando otras cosas o me estoy encerrando en mi comodidad.

Creo en la generosidad como esa actitud de vida que salva el corazón. Sé que si fuera más generoso lograría sembrar mucho más bien en este mundo del que ya siembro. Lo necesito, me hace bien dar más.

Le pido a Dios que me enseñe el camino: “Los dones del Espíritu Santo son por excelencia los medios que impulsan al alma a la generosidad; son los que prestan alas al alma para que se aventure a otro mundo”[1].

Sueño con ser generoso para salir de mí mismo, para creer en el poder de Dios cuando me dejo tocar. Imploro esa presencia del Espíritu que todo lo transforma, todo lo cambia.

Quiero alas para volar más allá de mi pobreza. Alas que me impulsen cuando caigo en el desánimo y en la desesperanza.

El Espíritu Santo me impulsa a la lucha, a la entrega, a salir de mí mismo, a vencer mis miedos, a calmar la sed de amor que padece el hombre.

Me da miedo convertirme en un cristiano con la vida ya hecha, resuelta, lograda. Me da miedo vivir con todo protegido. Asegurando aquellas cosas que parecen darme una felicidad duradera, aunque sea mentira. La felicidad del momento siempre es pasajera, lo sé.

Me da miedo no seguir a Jesús a donde vaya y quedarme quieto pensando en mí mismo, en lo que me hace falta, en lo que no me parece suficiente.

Le he dicho a Jesús tantas veces en momentos de amor: Tú lo sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero. Sabes que te sigo siempre. Pero luego nada cambia en mi vida. Y no lo sigo con el corazón grande, con el alma libre. Y hago que mis palabras no tengan ningún valor.

Quisiera ser más radical en mi entrega. Lo pienso. Lo sueño. Lo rezo. No quiero dejarme llevar por la rutina.

Me gustaría agradecer cada pequeño detalle del día con una alabanza, con una sonrisa. Mirar el paso de Dios silencioso por mi alma, descubrir su huella, escuchar su voz.

Quedarme a solas con Él y rezar muy hondo. Sentir que me toca con su mano firme, sosteniendo mi debilidad. Notar que me abraza por la espalda, para darme ánimo. Oler su beso en la mejilla, muestra de tanto cariño.

A veces pienso que la vida se me escapa entre los dedos sin ver a Dios. Y no acabo de ser tan generoso como quisiera. No quiero convertirme en un hombre duro que va juzgando y condenando a todo el mundo por no estar a su altura. No lo quiero.

No creo en una santidad que condena, que sentencia, que juzga. Creo en una santidad que ama, que se humilla y se entrega desde la pobreza.

La verdad es que quiero a Jesús, quiero estar con Él. Sé que siempre permanece a mi lado, aunque no lo sienta. Saberlo me da paz. Saber que está ahí pase lo que pase, imperturbable, firme.

Mis palabras pasarán. Mis obras serán olvidadas. Pero Él al final del día se queda junto a mí. Lo hace siempre.

Podrán venir los fracasos, podré perder la fama, ser olvidado, pero Jesús jamás se va. Ya sea que fracase, ya sea que tenga éxito, Él va conmigo.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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