“Si la tecnología es una droga, ¿cuáles serían sus efectos secundarios?”
“El espejo negro (traducción del título de la serie, “Black Mirror”) puedes encontrarlo hoy en cada pared, en cada escritorio, en la palma de cada mano. La fría y resplandeciente pantalla de un televisor, un monitor de ordenador, un tablet, un smartphone…”
(Charlie Brooker, creador y guionista de “Black Mirror”)
El segundo episodio de la primera temporada de la serie británica “Black Mirror” nos coloca en un futuro (que puede ser mañana por la tarde, no hay que esperar décadas) en el que para algunos (para muchos) la única forma de ganarse la vida es pedaleando en unas bicicletas estáticas en las que cada milla recorrida equivale a unos puntos que, acumulados en una cantidad astronómica, facilitan un pasaporte a la gloria televisiva.
El problema es que esos créditos obtenidos también son los que permiten pagar la manzana del desayuno o el sandwich de la cena… y por si todo esto fuera poco en esta sociedad no queda otra que pedalear para proporcionar energía. En cierto modo, los protagonistas son como hamsters 2.0 dando vueltas en su rueda sinfin, pero rodeados de pantallas donde aparecen sus avatares digitales.
Jóvenes sin más horizonte que pedalear delante de pantallas virtuales mientras se ganan su derecho a prosperar en un ecosistema distópico en el que no obstante se sienten cómodos. Algunos incluso felices y realizados. Otros encuentran la motivación para el triunfo en un cierto despecho que les impele a no rendirse ante nada ni ante nadie.
Curiosamente, como en nuestra “vida real”, la publicidad es un límite insoslayable… excepto si has heredado 15 millones de méritos que te permiten “saltarte” los anuncios… previo pago de su importe, claro.
Un día uno de los protagonistas, Bing, dona sus méritos a una chica, Abi, para que esta pueda acceder a un concurso de talento musical, pero ese sacrificio sirve de poco puesto que una vez seleccionada, los productores ofrecen a Abi que participe en un concurso de actores y actrices porno. Es eso o regresar a la dura rutina del pedaleo sin fin.
Y para terminar de poner la cosa simpática Bing, que sigue atrapado en ese submundo ciclista, no dispone del suficiente crédito como para saltarse la publicidad u otros contenidos, y se ve obligado a contemplar cómo Abi, aquella a quien trató de ayudar, es ahora una gran estrella del porno sin poder cambiar de canal ni pasar al siguiente contenido.
Solo esta cuestión ya daría para una estremecedora reflexión sobre lo que puede esperarnos en un futuro en el que tengamos que pagar para no ver publicidad o contenidos que nos resulten desagradables. Pero la reflexión de esta mirada a un hipotético futuro que propone en esta ocasión “Black Mirror” va más allá.
Bing consigue ahorrar lo suficiente como para llegar a participar en un concurso de talentos y cuando lo consigue, gracias a un trozo de cristal que lleva meses ocultando, amenaza ante las cámaras con suicidarse en directo mientras despotrica contra todo el sistema que ha pervertido a alguien dulce e inocente como Abi y que no solo permite sino que alienta comportamientos tan demenciales, inhumanos, alienantes e inhumanos como a los que se ven sometidos.
¿El resultado? El jurado queda sobrecogido por su actuación y le ofrecen su propio programa desde el que ofrecer periódicamente sus críticas sobre todo cuanto considera que no funciona. Y Bing acepta. Voilà, el apocalíptico ha quedado integrado. Ya tiene su propio púlpito desde donde señalar los males de su época en horario de máxima audiencia como líder de los medios. Pero… ¿se ha liberado o simplemente ha pasado a estar preso en una jaula mayor, más lujosa y con tan solo un poco más de libertad?
“Si la tecnología es una droga, ¿cuáles serían sus efectos secundarios?”
(Charlie Brooker, creador y guionista de “Black Mirror”)