Acaba con las excusas Un hijo prepara su boda y le pide a su padre que invite a todos sus amigos. El padre hace caso al hijo y los invita. Llega el día de la boda y sólo hay quince de sus cincuenta amigos.
El hijo está muy triste y encara al padre porque siente que no ha invitado a todos como él le dijo. Pero Él le contesta: “Claro que lo hice. Invité a todos. Les dije que hoy vinieran porque estabas pasando un momento muy malo en tu vida y necesitabas el apoyo y el consejo de tus amigos. De verdad, los que están aquí, esos quince que lo han dejado todo para acompañarte hoy, esos son tus verdaderos amigos”.
Me conmovió el cuento. Los amigos verdaderos acuden no sólo cuando todo va bien, no sólo cuando hay que celebrar, sino cuando uno vive momentos difíciles. En ese momento son más necesarios. No ponen excusas para acudir en mi ayuda. No se quedan a medio camino pensando que no hace falta su presencia.
Muchos quieren seguir a Jesús pero antes tienen que hacer otras cosas más importantes. Y no siguen sus pasos. Cuando llega la hora de la verdad parece que todo es más urgente que seguir a Jesús. Cada uno tiene sus cosas. Yo tengo las mías.
A veces me parece que le pongo excusas a Dios para seguirlo cuando me pide lo que me molesta hacer, lo que me cuesta. Especialmente ese seguimiento a veces duro y árido. Me pide realizar cosas que me cuestan.
Siento que tengo muchas cosas que hacer antes de seguirlo de verdad con todas las consecuencias que eso conlleva. Tengo otros planes. Prefiero otros caminos. Me gustan más las fiestas que las lágrimas. Busco cubrir otras necesidades. Siempre hay alguien que parece necesitarme más.
No cambio nada cuando Jesús me llama. No lo dejo todo, y sigo adelante con lo mío. Me siento como ese “que echa mano al arado y sigue mirando atrás”. Sé que ese “no vale para el reino de Dios”. ¿Valgo yo entonces para el reino de Dios?
Jesús me exige exclusividad. Ojalá, cada día, pudiera ponerme delante de Jesús, y decirle: “Donde Tú vayas hoy, te seguiré”. Seguir es para mí, sencillamente, estar con Él y hacer lo que Él hace. Amar como Él ama. Mirar como Él mira. Detenerme como Él se detiene.
Por un lado, estar con Él y vivir todo lo cotidiano de mi día con Él. Y por otro lado, estar siempre abierto a empezar un camino, a dar un salto, a abrir mi corazón. Me pide que lo deje todo para estar con Él.
Pero a veces me parece demasiado. Prefiero seguirlo a medias. Con una parte de mí. Con la cabeza. Con mi cuerpo que se pone en camino. Pero dejo mi corazón en otras partes. No lo doy por entero.
Me gusta esa exclusividad que pide Jesús. Dejarlo todo por amor. Dejarlo todo para seguir sus pasos en la vida. Me tocan las palabras del Papa Francisco: “No es buen camino descuidar la oración o, peor aún, abandonarla con la excusa de un ministerio absorbente”.
Jesús me pide que profundice en mi oración, que no busque excusas para no seguir rezando. Una vida intensa de oración es lo que deseo, es lo que me pide. Quiere estar conmigo. Quiere caminar a mi lado.
Sin la excusa de estar atendiendo a los necesitados. Sin pensar en cuidar siempre a los demás, mientras descuido mi pozo. Mi pozo es lo más importante para poder luego tener agua en mi fuente.
No quiero excusas para no rezar. Incluso cuando descanso en vacaciones encuentro mil excusas para no estar en silencio. Vivo volcado en el mundo. No callo, no dejo de mirar fuera de mí y no miro hacia dentro.
Si hago más silencio podré hacer mías las palabras de esa persona que rezaba: “Te doy gracias porque me quieres y lo noto. Porque tu mano me sujeta cuando caigo y me derrumbo. Porque veo que una fuerza interior me lleva más allá de lo que yo puedo”.
Esa fuerza sólo surge cuando me sumerjo en mi interior y me encuentro con Él. Cuando me quedo a solas en lo profundo de mi océano. Sigo sus pasos hacia dentro, no fuera de mí. Ese seguimiento es el que más me cuesta.
A veces prefiero salir de mí y correr. Buscar personas. Responder a necesidades. Atender a los que más necesitan. Me cuesta pararme y mirar dentro, descansar dentro.