La cinta nos introduce en el laberinto existencial de nuestro tiempo, y nos hace surgir una pregunta: ¿hay hilo de Ariana que nos pueda rescatar? Palma de oro y premio a la mejor dirección en Cannes 2003, Elephant se convirtió en un clásico ya de entrada. La acción se inspira en la matanza en el instituto de Columbine. ¿Conocen los hechos? Es 1999, a las puertas del tercer milenio, y dos alumnos irrumpen en su colegio de secundaria disparando a cuántos pueden antes de suicidarse. A casi veinte años de los hechos, seguimos igual. Violencia y nihilismo. No estamos en una discoteca gay en Orlando ni en una sala de conciertos en París, pero el problema sigue allí. ¿Alguien lo ve?
La actualidad de la cinta casi irrita. Estamos en Oregon, en un instituto con todas las prestaciones, y el director de las saludables Descubriendo a Forrester y El indomable Will Hunting, sigue con su steadicam a un grupito de alumnos a ritmo de documental. Es un día cualquiera; al menos para la mayoría. Nada parece excesivo.
Tenemos a John, el hijo afectuoso de un alcohólico; a su novia, interesada por la alianza gay; al joven artista que busca captar con su cámara lo efímero; a los novios perfectos y deportistas; a la chica acomplejada que se entierra en la biblioteca; a las pijas superficiales que vomitan la poca lechuga que ingieren y se burlan de la violencia; al fisgón imprudente y torpe que no entiende la realidad del mal; y a los dos asesinos, unos jóvenes introvertidos que leen libros, interpretan a Beethoven, y compran armas por internet. Hasta ahí más o menos normal.
Como en otras cintas, Van Sant se interesa por los jóvenes a punto de entrar en la vida adulta. Pero en lugar de ese final feliz con perdices, el nihilismo nos aterra. Es otoño. Y como en la Pasión, nubarrones y truenos se abalanzan sobre el mundo de los hombres, a ruido de disparos. Todo está vacío pero escuchamos el sonido de la gente que no se ve. Los chicos son niños, indefinidos, etéreos. No hay adultos a la vista, ni profesores con autoridad moral.
Diagnóstico: hastío existencial y carencia afectiva. Y claro, un día los dos alumnos armados deciden pasar una última jornada excitante y vengarse de sus burladores pegando tiros en su instituto. Solo sobrevivirá el chico con afecto sincero por su padre alcohólico. Curioso, ¿no?
Esta es casi una película de terror en la que te preparas continuamente para ese maldito ruido de puerta que cruje. Pero aquí no hay puertas que cierren. Todo es normal y está aparentemente engrasado. Incluso el tiroteo está al mismo nivel de desidia que el resto de película. Nada del maniqueísmo tranquilizador de buenos y malos. No hay causa-efecto, solo desenfoques, travellings largos por los pasillos vacíos e interminables del joven actual “en una época especialmente violenta”, reconoce el director.
Sí, es una cinta seca, pero educativa como pocas que consigue meternos en la acidia. Nada de denuncias a lo Bowling for Columbine. Se trata de preguntarse, como Diane Keaton, productora del film, por las responsabilidades personales “para intentar entender lo que está pasando con los jóvenes”.
“Jamás he visto un día tan horrendamente justo”, dice en la película uno de los asesinos. ¿Lo vemos, por fin? No se trata solo de la masacre. ¡Houston, tenemos un problema! O lo que es lo mismo: “Elephant in the room”, como dicen en inglés: se nos ha colado un elefante en casa y nadie quiere mirarlo. Está allí mismo, a tú lado, al mío. Es grande y persiste aunque lo ignoremos: el hombre actual está herido y espera la irrupción de algún tipo de justicia sobre él, de una salvación de su dolor, de un amor que le salve. La persona concreta necesita la experiencia del perdón. Sin testimonios de ello estamos perdidos.
La actual antropología líquida o de la disolución expone a un hombre definido por la angustia y la desesperación ética. Y aunque, como en la cinta, vistamos camisetas con inscripciones de Salvavidas y Triunfo, vivimos ajenos a cualquier éxito definitivo, a la conciencia de salvación. ¿Estamos preparados para vivir? ¿Para morir? ¿Quién será el siguiente? Pito pito colorito…, juega un personaje… La película está a medio camino de un memento mori y un ars moriendi. No tanto para señalar la muerte, como para despertarnos por fin a la vida. O a su pregunta.