La antigua lengua del imperio romano pervive en nuestros idiomas contemporáneos en formas insospechadas.
Es común escuchar que el latín es una “lengua muerta”. Una especie de objeto de museo, que pertenece más bien al dominio de la arqueología que, incluso, al de la filología. Como señala Rubén Conde en su artículo publicado originalmente en Cultura Viva, “afirmar que una lengua como el latín pereció junto con la caída del imperio es, cuando menos, arriesgado”, porque, si el latín no murió realmente entonces ¿cuándo lo hizo, si es que en efecto “murió”? Más aún ¿cómo se explica que varios filósofos modernos, incluido Descartes, hayan escrito sus trabajos en latín y no en lenguas romances? ¿Por qué estas últimas no desplazaron del todo la antigua lengua imperial? ¿Por qué se mantuvo el latín en la Edad Media?
Lo primero es, insiste Conde, entender que el latín no era (ni es) un bloque homogéneo, sino que, en sí mismo, albergaba (y alberga) una serie de variantes, como en cualquier otro idioma “vivo”. El llamado “latín vulgar” (esto es, no el “clásico”, sino el usado a diario, en las calles, en el comercio, en la vida cotidiana), influyó lo mismo en la fonética latina que en el vocabulario.
Palabras como ignis (“fuego”), loquor (“hablar”) y pulcher (“bello”) sólo aparecen en las lenguas romances contemporáneas como “cultismos” —“ígneo”, “elocuente” o “pulcro”—, pero no son palabras que utilicemos en contextos corrientes, porque fueron sustituidas por otras, con significados lo suficientemente parecidos. Por ejemplo, ignis fue sustituido por focus (“hogar”, “fogón”, “hoguera”), tal y como se ve en el francés feu, en el italiano fuoco o en el rumano foc.
Pasa lo mismo con el verbo loquor, sustituido por dos verbos con significados similares: parabolare (de donde viene el francés parler, lo mismo que el italiano parlare— y fabulari, de donde proceden el portugués falar, y hablar en castellano.
Es evidente por tanto, que el latín es uno de los pilares fundamentales de las lenguas romances. Obviar este hecho no implica sólo lanzar al tacho de la basura la historia del lenguaje, sino además de la propia identidad idiomática de prácticamente todo el mundo occidental.
Algunos estudiosos, como Wilfried Stroh, (2012: 358) aseguran que el latín no murió una vez, sino cinco veces. La primera muerte del latín dataría del primer siglo de nuestra era, como continúa reseñando Conde en su texto, en tanto fue ese el siglo en el que “la lengua se petrificó y se convirtió en un idioma sin evolución”. Las invasiones bárbaras marcarían el momento de la segunda muerte del latín; es en este momento en el que, a partir del latín vulgar, surgen las lenguas romances.
Es en tiempos de Carlomagno cuando se reestablece el latín como lengua hablada y estudiada en los centros en los que se preservaría el legado cultural del mundo antiguo (monasterios, universidades, iglesias). A pesar de que el latín no volvería a ser lengua materna de nadie (quien lo hablase lo haría como segunda lengua) mantuvo una presencia prácticamente hegemónica en la literatura, el pensamiento y las artes medievales.
Una tercera muerte, apunta Conde citando a Stroh, “llegaría a finales de la Edad Media, cuando el latín perdió su fuerza de composición poética y retórica”. La cuarta muerte es consecuencia de los nacionalismos europeos del siglo XVIII, lo que supuso el desplazamiento del latín como lengua culta en la que se escribirían los textos de ciencia y literatura, en favor del francés o el inglés.
La quinta y más reciente muerte del latín, según Stroh, tuvo lugar en el siglo XX: “quienes arrojaron a Alemania a dos guerras mundiales tenían sin duda sus buenas razones para desconfiar del poder de una lengua que unía a los pueblos, una lengua que, desde Carlomagno, había logrado mantener su propia nación de eruditos”.
Sin embargo, estas consecutivas “muertes” del latín no han logrado, ni de lejos, borrar las raíces latinas que perviven en las lenguas romances, y tener un mínimo conocimiento de latín no sólo permite dominar la propia lengua materna (y conocer mejor la propia historia), sino disfrutarla más plenamente.
Así, considerarlo una “lengua muerta” es, en más de una medida, inexacto (tanto más si se considera que es aún la lengua oficial nacional del Estado Vaticano).