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Las Mil y una noches: Portugal no se acaba nunca

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Hilario J. Rodríguez - publicado el 13/06/16

Todo el mundo es culpable y, sin embargo, todo el mundo tiene una excusa que le justifica

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Thomas de Quincey dijo que «la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía y el sentimiento se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza».

Eso mismo entendió Charles Chaplin cuando dirigió Monsieur Verdoux (1947), donde le decía adiós a Charlot y filmaba su comedia más dolorosa. El asesino que él mismo interpreta era un producto del capitalismo, con unas consideraciones éticas tan relativas como las de las fluctuaciones del dinero.

«Un asesinato te convierte en villano, millones te convierten en un héroe; los números santifican en nuestra sociedad, por eso como asesino de masas no soy más que un simple aficionado», dice refiriéndose a las cifras de muertos que dejan tras de sí las guerras.

Alguien tan apegado al humor como Miguel Gomes es difícil que no tuviese a Chaplin en mente cuando en la segunda parte de Las Mil y Una Noches rodó la historia de Simao (Chico Chapas), a quien también llaman «El Sintripa» porque toda la vida ha sido más bien flacucho. Después de haber asesinado a cuatro mujeres, entre ellas su mujer y su hija, vaga por las tierras de interior, perseguido por un drone y la policía, dándoles esquinazo y convirtiéndose sin saberlo en un héroe popular.

Todo el mundo le permite dormir en los graneros y a nadie le importa si le roba la ropa a los espantapájaros. Y mientras tanto Simao se emborracha con sus sueños de putas y orgías, para ir matando el tiempo y el aburrimiento. Ser él, al fin y al cabo, no es tan fácil. Pero ¿quién es en realidad? En realidad, es un personaje perfilado a partir de un fugitivo que tuvo a la policía lusa 40 días tras él, con más de 160 efectivos a caballo buscándole en bosques y montañas sin resultados, y que fue arrestado cuando finalmente regresó a su casa, quizás cansado de dormir a la intemperie.

La historia de Simao resultaría más misteriosa si a continuación, en una secuencia de transición, Gomes no nos permitiese ver una torre humana formada por excursionistas de la que cae uno de ellos y muere, indicándonos seguramente cómo se forman y desmoronan las comunidades. Aunque aquí no hablamos de Robin Hood sino de un asesino, vemos a alguien que desafía a la autoridad y en estos tiempos extraños que vivimos alguien así puede convertirse en una leyenda por mucho que él mismo se sienta solo, como le sucede a Simao.

Si a alguien le resulta extraña su historia, sólo tiene que pensar en unas cuantas películas españolas en las que, de alguna manera, también nosotros glorificamos a asesinos. Me refiero a Llanto por un bandido (1964, Carlos Saura) sobre José María «El Tempranillo», Perros callejeros (1977, José Antonio de la Loma) sobre Ángel Fernández Franco alias «El Torete» o El Lute: Camina o revienta (1987, Vicente Aranda) sobre Eleuterio Sánchez alias «El Lute».

Portugal no es tan torera como España y por eso no se la puede representar con alguien enfundado en un traje de luces, aunque sobre su geografía y diversidad planee la misma indiferencia que amenaza todas las culturas con quedar reducidas a tres lugares comunes ante el resto del mundo. Por eso allí se come tan bien, la gente va a otra velocidad (como si viviese en Babia) y se cantan fados en las cantinas (porque a la gente le gusta sentirse melancólica cuando bebe).

Supongo que ver tu país reducido a una ecuación tan sencilla, donde sólo viven bobos con alpargatas pero con buena mano en la cocina y voz de una tristeza elocuente, no debe ser muy agradable. Es un juicio demasiado taxativo, y juzgar a un país entero debería ser un poco más difícil, especialmente cuando lo juzga el Fondo Monetario Internacional, la Comunidad Económica Europea o el Bundesbank, sin andarse con muchas contemplaciones para que todo un pueblo pague por los desmanes de los bancos y algunos empresarios y políticos corruptos.

Juzgar es el corazón de esta segunda parte de Las 1001 Noches, a partir de la historia de una juez (Joana de Verona) que primero escucha a una acusada de haber vendido los muebles de su casero para pagar las deudas de su irresponsable hijo, luego a un testigo que acusa al casero de llamar al servicio de emergencias al menos seis veces al día solo para ver ambulancias pasando al lado de su casa, a continuación al casero reconociendo la acusación pero justificándose porque todo eso lo hace instigado por el genio de una lámpara que está entre el público, tras él al genio mientras le cuenta que la culpa es de un hombre malvado que lo liberó de la lámpara y que le empujó a comenzar toda esa cadena diabólica de acusados y acusaciones, en la que todo el mundo es culpable y, sin embargo, todo el mundo tiene una excusa que le justifica.

Una vaca y doce cortesanas intervienen asimismo, y el ejercicio de la Ley se convierte así en un ejercicio kafkiano, en el que llegado un momento nada tiene mucho sentido, y al mismo tiempo en un ejercicio buñueliniano en el que la realidad acaba perdida entre las brumas de los sueños.

La pregunta soterrada que lanza todo el juicio es si cualquiera que se ponga en contra del sistema o de un gobierno tiene la razón de su parte o no, sobre todo en el momento presente y en un país como Portugal.

Obviamente, cuando Miguel Gomes rodó su película el pueblo portugués ya había sido juzgado por la Troika europea y había sido condenado a unas medidas de austeridad criminales, de modo que quizás lo que se intenta no es eximir a nadie de culpas sino más bien poner de relieve la precariedad de un concepto como el de la Ley, expuesto a un mecanismo cuando menos absurdo. ¿Qué tipo de crímenes toleramos y qué tipo de crímenes condenamos? ¿Cuándo somos jueces y cuándo somos acusados?

Si pensamos en Mario Conde, José María Ruiz Mateos o Jesús Gil, gente a la que le reíamos las gracias antes de mandarla a la cárcel; gente a la que aplaudíamos incluso cuando ciertas circunstancias no dejaban lugar a la duda sobre su culpabilidad; gente a la que un puñado de buenos ciudadanos proporcionaron inmunidad parlamentaria o una alcaldía; gente que podía pagar una magnífica escenificación para cometer sus delitos; gente a la que muchos ciudadanos comprendían porque, al fin y al cabo, seguramente eran como ellos; gente cuyos nombres a veces se corea en los estadios de fútbol porque levantaron un equipo que se había arruinado y que iba a dejar a sus hinchas como pobres huérfanos… Las conclusiones podrían ser escalofriantes.

En el juicio que se siguió contra Lola Flores por fraude fiscal, el escritor Juan Benet dijo que la Ley siempre se muestra escrupulosa con las presas pequeñas y terriblemente permisiva con las presas más grandes; las medidas de austeridad que ha sufrido Portugal demuestran que al final el pueblo es quien siempre paga, por sus propias culpas, por las de sus políticos y por las de sus gestores financieros.

La última pirueta en esta segunda parte de Las 1001 Noches la lleva a cabo Dixie, una perra que funciona con el determinismo y el convencimiento de cualquier personaje en una película de Walt Disney.

De puerta en puerta, de dueño en dueño, de historia en historia, Dixie acompaña a los vecinos de un edificio hasta que son desahuciados. Las deudas, la seguridad social y otras instituciones son nombradas a medida que cada uno de sus dueños explica cuáles son los motivos que lo llevan a la calle. La perra, por supuesto, mientras tanto mueve la cola y acompaña a todos, para hacer que sus últimos días y sus últimas horas sean menos dolorosas. Y no pensemos, sólo porque mueve la cola y se la ve feliz, que la vida de esta perra es sencilla.

A la manera de una de esas películas de animación en las que transferimos una buena parte de nuestras fantasías a animales u objetos inanimados, Dixie escucha los relatos como si quisiera dejar claro que ahora que hemos perdido el futuro, quizás tengamos que comenzar a reconstruir nuestro pasado antes de que también esa parte de nuestras vidas se borre y entonces ya no queden pruebas de todo lo que nos está sucediendo, de lo que fuimos y difícilmente volveremos a ser.

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