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El ingrediente imprescindible para mejorar

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/06/16

Si el alma no está sumergida en la alegría, buscará instintivamente algunas compensaciones

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Me da miedo ser demasiado rígido en la vida. Conmigo mismo. Con los demás. Puedo llegar a ser demasiado exigente, demasiado duro.

Decía el Papa Francisco hablando de la rigidez: “También nuestra vida puede volverse así. Y algunas veces os confieso una cosa, cuando he visto a un cristiano, a una cristiana así, con el corazón débil, no firme, no firme en la roca –Jesús– y con tanta rigidez fuera, he pedido al Señor: – Señor, tírale una piel de banana delante, para que se pegue un buen resbalón, se avergüence de ser pecador, y así te encuentre, que Tú eres el Salvador”.

Me gusta encasillar a los demás. Encasillarme a mí mismo. Y pienso en mi corazón: “Esto no corresponde. Esto no lo haría Jesús. Esto no está bien de acuerdo a su vocación”. Me vuelvo rígido. Conmigo mismo y con los demás.

Exijo siempre la meta más alta. Y cualquier cosa que no sea la perfección me entristece. No me alegro con los pequeños progresos de la vida, con los pequeños logros, con los cambios mínimos que voy logrando.

Hoy soy mejor persona que ayer. Pero peor que mañana. Debería bastarme. Debería alegrarme. Pero no. Lo quiero todo ya, ahora, el éxito total. La felicidad completa. Y los pequeños triunfos ya no me alegran. Dejo de sentirme contento con los pequeños avances.

¡Qué pena! Me falta esa paciencia de los sabios que saben esperar el crecimiento lento de la vida. Esos sabios que confían y creen en lo que puede surgir del barro. Ven en la roca ruda una obra de arte escondida. Y sueñan. Y esperan.

Si invierto tiempo, si invierto amor, si invierto la vida en ello, sucederá mucho más de lo que espero. Pero para ello hace falta mirar mi vida con alegría y no caer en la desesperación o la amargura cuando nada resulta como espero.

Me gustaría aprender a ver lo positivo en todo lo que hago y alegrarme siempre. Mirar cómo me va en la vida y sorprenderme ante los cambios que no esperaba.

Decía el padre José Kentenich: Si el alma no está sumergida en la alegría, ella buscará instintivamente algunas compensaciones. O reina en mí la alegría, o de lo contrario reinará la atmósfera de pantano. Sentimientos paralizantes me arrastran hacia abajo, afectos de alegría me impulsan hacia adelante. ¡Alegrarse aun con la menor victoria, alegrarse cordialmente con lo que ya he logrado!”[1].

¡Qué importante es la mirada alegre para ver lo positivo en la vida sin quedarme en la amargura de lo que queda por lograr! ¡Qué importante vivir la alegría para poder crecer!

El otro día una persona me comentaba cómo, en medio de su cruz de la enfermedad de su marido, veía la esperanza: Hay que ver lo positivo en la vida. Saber encontrar el lado positivo de todo lo que nos toque vivir. No te lo digo como teoría. La enfermedad está siendo una gran cruz. Pero, junto a la cruz, también puedo ver cosas positivas por las que le doy gracias a Dios y a María. Dios me manda ángeles humanos, no me cabe la menor duda. Me han pasado cosas preciosas y la única explicación que veo es que son ángeles mandado por Dios. Te lo digo de corazón.

Es la mirada que quisiera tener siempre. Ver lo positivo en el dolor. Ver a Dios oculto en mi cruz. La luz en medio de la noche. La esperanza en medio de los fracasos.

No quiero ser un cristiano triste, amargado, un juez inflexible. Quiero aceptar que los cambios son lentos. Quiero querer a los que son diferentes. A los que escapan al molde. Quiero vivir sin juzgar, sin condenar. ¡Cuánto me cuesta!

Quiero pensar que puedo cambiar y mejorar y crecer en mitad de mi camino. Creo de verdad que no todo consiste en caber dentro de un modelo perfecto que he diseñado de acuerdo a un ideal. No lo sé. Quiero ser más flexible. No vivir condenando y juzgando la vida, a los hombres. No vivir excluyendo, exigiendo.

Quiero ser motivo de esperanza y de alegría. Para no dejar de creer en lo que Dios puede hacer con mi vida.

[1] J. Kentenich, Vivir con alegría

Tags:
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