Morir para vivirQuiero estar hoy dispuesto a morir para que surja la vida. Quiero aceptar que algo muera en mí para que Dios viva. Tal vez necesito morir a mi orgullo, a mi yo, a mis deseos.
En su Canto del Cisne, antes de su ingreso en prisión en Coblenza el 14 de septiembre de 1941, decía el padre José Kentenich: “Ahora debemos comprometernos en serio en la vida cotidiana: no jugar con palabras, sino demostrar con hechos que pertenecemos a Ella totalmente, y que hemos muerto a nosotros mismos y al mundo. Hemos de ejercitarnos en el morir a través de la autodisciplina”.
Morir entonces significa tomarme en serio mi vida. Tomarme en serio el tiempo que se me confía. Tomarme en serio el camino que tengo por delante. Morir a mi vanidad, a mis planes. Alegrarme con el fruto que surge de mis renuncias.
Aceptar que la vida es un don. Y que cuando muere la semilla es cuando surge el fruto, nunca antes.
No sé bien a veces lo que significa morir. Porque lo que me sale de forma natural es pensar en la vida. Me cuesta la renuncia. Me cuesta el sacrificio. No quiero pensar en morir a mis deseos y a mis sueños. Definitivamente el corazón está hecho para la vida.
Jesús también ve la vida antes que la muerte. La alegría antes que el sufrimiento. Y se conmueve cuando sufro. Porque me ama, porque mi dolor le duele. Y está a mi lado, consolándome, sosteniéndome, mandándome ángeles humanos para que me den paz. Y sacando de mi dolor mucho amor, mucha vida.
Se alegra conmigo, sufre conmigo. Su corazón se conmueve ante lo que a mí me importa. Todo lo que para mí es importante es importante para Dios. Hasta lo que no parece tan importante. Mi muerte le conmueve. Y toca con su amor la herida que me duele.
El otro día leía: “En el hombre contemporáneo es fuerte el deseo de curarse, pero no lo es tanto el de ser fecundo. Sería una trágica ironía que al final de la vida nos encontráramos sanos pero estériles”[1].
A veces en mi dolor quiero ser curado. No quiero sufrir. Me olvido de ser fecundo, de dar vida a otros. De que mi semilla enterrada dé como fruto un árbol inmenso en el que muchos puedan cobijarse.
Cuando me guardo egoístamente puedo permanecer estéril toda mi vida. Sano pero estéril. Cuando no amo, cuando no muero a mí mismo, a mis sueños. Cuando pienso sólo en mí y en mis planes, en mis amores.
Ojalá yo sepa amar como ama Jesús. Tener sus mismos sentimientos. Este mes es el mes del Sagrado Corazón de Jesús. Quiero vivir en Él. Amar como Él. Abrirme como Él a los que están a mi lado. Amar sin medida. De forma gratuita. Renunciando a mis planes. Con el corazón roto.
Como Jesús que me ha enseñado ese amor gratuito, más allá de lo que me pidan. El amor que es ternura, que es sentir con el otro. El amor que da la vida. El amor que cambia los planes, que me lleva a detener mis pasos para amar más. Ese amor es el que deseo para mí. Quiero ser amado de esta forma.
Todos hemos sido creados para ser amados así. Pero pienso que también hemos nacido para amar así. Porque sólo somos felices cuando amamos, cuando nos partimos. Es ese es el misterio más hondo de nuestra vida. Morir para vivir. Eso me parece imposible. Pero en la cruz Jesús lo hizo posible.
Quiero caminar por la vida como lo hizo Él. A veces estoy tan ocupado que no soy capaz de detenerme. A veces me miro tanto a mí mismo que no levanto la mirada.
Quiero sentir como Él. Le pido a Jesús que ablande mi corazón, que abra mis ojos, que me haga libre para amar más. Le doy gracias porque cada día llega a mí, me mira, y se conmueve. Ojalá yo aprenda de Él ese amor gratuito que da más de lo mínimo. Por ese ideal sí merece la pena vivir.
[1] Stefano Guarinelli, El sacerdote inmaduro, 78