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Ser religioso y ser de Dios ¿cuál es la diferencia?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/06/16
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Dios me hace suyo cuando yo me dejo, cuando beso mi vida como es

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El otro día una persona me comentaba: No es lo mismo ser religioso que ser de Dios. Y yo me quedaba pensando. Es verdad. En realidad la meta en la vida es estar profundamente unido a Dios. Y no es lo mismo ser religioso, hablar mucho de Dios, participar en oraciones, repetir gestos litúrgicos, que estar atado a Él desde lo más profundo.

Podemos rezar mucho. Hablar de la Iglesia. De los desafíos pastorales. De los cambios de los tiempos. De nuestra estrategia pastoral. De los altos ideales a los que aspiramos. Podemos leer libros religiosos tratando de encontrar respuestas y orientaciones.

Podemos meditar la vida y desentrañar los misterios más ocultos. Podemos escribir con profundidad sobre temas religiosos tratando de dar algo de luz. Podemos querer mucho a Dios pero no pertenecerle por entero.

No es lo mismo, es verdad, ser religioso, ser de Iglesia, que ser de Dios desde las entrañas. ¿Dónde está la diferencia? ¿Cómo se puede llegar a ser verdaderamente de Dios?

Todo lo que he dicho antes es importante. Es la antesala del verdadero encuentro con Dios. Es lo que prepara el corazón para que tenga lugar esa unión más honda. Es necesario aprender a rezar, invertir tiempo en leer, escribir y hablar con profundidad de Dios y de la Iglesia. Todo ayuda.

Siempre con Dios, siempre pensando en Dios. Todo ayuda. Siempre ayuda. Pero a veces podemos contentarnos con educar hombres religiosos. Les pedimos que repitan gestos. Que interioricen formas. Que lean y estudien. Que conozcan bien la doctrina. Que su conciencia esté bien formada.

Todo para que sean más religiosos. Para que estén más unidos a Dios. Queremos que estén arraigados en el corazón de Dios hasta lo más profundo. Que su personalidad sea religiosa desde dentro hacia fuera. Sin formas simplemente pegadas a la piel. Pero, ¡qué difícil es educar hombres de Dios!

¡Cuánto cuesta de verdad ser de Dios! Pensar como Él piensa, amar la vida como Él la ama. Desde lo más profundo. Desde las entrañas. A veces somos del mundo y repetimos actos religiosos. Sólo se nos han pegado formas a la piel. Pero no somos de Dios.

El padre José Kentenich habla de la simplicidad en nuestra relación con Dios: “¿Qué significado tiene la palabra simple? La función de pensar es simple, la vida afectiva es simple, toda la vida es simple. Sin embargo, no es posible conducir a la oración de simplicidad, de la noche a la mañana, a un alma que aún no está suficientemente cobijada en lo religioso[1].

Hace falta tener el corazón muy arraigado en Dios para que mi oración sea simple, para que mi forma de pensar sea simple, para que mi amor sea simple. Hace falta un milagro de conversión para ser totalmente de Dios.

Quiero cuidar mi vida, esa huella de eternidad y misterio dejada por Dios en mi alma. Esa presencia de Dios cálida y personal que me remite a Él en cada instante. Esa hondura que, a veces, está muy lejos de los actos externos que repito.

Ojalá fuese más creativo con Él. Sueño con ser más de Dios. Más cada día. Que no busque continuamente la fórmula para que responda a mis deseos. Que no pretenda, rezando mucho, lograr lo que más quiero. Que no busque milagros por todas partes que me den razones para seguir creyendo. Que no me empeñe en enfadarme con Dios cada vez que no sucede lo que más espero.

Ser de Dios no consiste en una repetición de gestos religiosos, de frases santas. No es tan solo un arrodillarme asombrado ante el misterio.

Tiene que ver con entregarle el corazón por entero, como decía el Padre Kentenich: Por lo común el ser humano es determinado más por lo que el corazón desea sin confesárselo que por lo que la voluntad quiere. Por eso no hablamos de fusión de voluntades sino de fusión de corazones. Porque es el corazón el que nos hace elocuentes, nos hace grandes o débiles”[2].

Dios me hace suyo cuando yo me dejo. Cuando abro la puerta de mi vida para que Él entre y cambie las cosas. Cuando beso mi vida como es desde lo más profundo. Quiero ser de Dios. Quiero ser propiedad suya. Y acostumbrarme a mirar la vida con sus ojos.

Con frecuencia me empeño en que las cosas deben ser como yo creo que deben ser. Y cuando no lo son me alejo de Dios. Me da pena encontrarme con personas que niegan a Dios negando la vida que les ha tocado.

Él me acompaña en mi realidad. Tal y como es. Y saca bien del mal. Yo puedo escoger vivir mi vida con Dios o sin Dios. Perteneciéndole a Él o perteneciéndole al mundo.

Dios se mete en lo cotidiano y me enseña a mirarlo todo desde Él. En la película El Señor de los anillos, enfrentado a una difícil misión, dice Frodo: “Ojalá nada de esto hubiera ocurrido”. Y Gandalf le contesta: “Eso dicen los que viven estos tiempos, pero no les toca a ellos decidir. Lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado”.

Qué hacer con el tiempo que tengo es lo único que puedo decidir. Las circunstancias de mi vida no puedo cambiarlas. Tan sólo puedo besarlas y aceptarlas en mis manos.

Para ello tengo que volver a nacer. Tengo que cambiar mi corazón rígido que se empeña en que las cosas sean como yo quiero. Dios actúa en la verdad de mi vida, en las circunstancias más concretas. No en la idea que tengo sobre cómo deberían ser las cosas. No actúa en mis temores sobre el futuro incierto.

Actúa hoy y me ayuda a decidir hoy. Me ayuda a acercarme a Él para vivir a su lado. Para pertenecerle por entero. Para ser más suyo.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

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