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Portugal no cree en las lágrimas

Hilario J. Rodríguez - publicado el 06/06/16

Las Mil y Una Noches, una nueva manera de hacer cine social

En Las Mil y Una Noches, Sherezade cuenta historias para posponer su muerte y lo hace con plena conciencia de ciertos mecanismos de manipulación, como que todo relato parta de la realidad pero que de forma casi imperceptible vaya tomando desvíos hacia un territorio surreal, porque así podrá suspenderlo antes de llegar al final, dejando al visir que la escucha en ascuas hasta el día siguiente.

Sherezade sabe bien que la realidad está en manos de todos y que en definitiva todos estamos en manos de la realidad, y también sabe que la imaginación solo está al alcance de unos pocos y con ella uno puede jugar con las expectativas de los demás y con la realidad misma. Sus viajes narrativos describen Persia, India, China, Egipto y Siria, universos fantásticos muy apreciados durante el siglo XIX, cuando en Occidente se sintió la necesidad de cubrir las lagunas de los mapas y de adornar nuestras vidas con algo de exotismo.

Un libro así, con un centro inestable y con fugas constantes, inabarcable, trata sobre el arte de narrar y sobre los posibles efectos de las narraciones en nuestras vidas. Un libro así es el que ha tomado el cineasta Miguel Gomes como punto de partida de su trilogía Las Mil y Una Noches, utilizando a Sherezade (Crista Alfaiate) para describir la crisis económica y sus efectos en la sociedad portuguesa.

No es, por supuesto, una visión documental aunque tampoco es una visión enteramente ficticia. Los animales hablan o se presentan como candidatos a las elecciones, la gente se desvanece en el aire, se adiestra a los pájaros para ganar concursos de canto, se queman bosques por asuntos amorosos…

Y, sin embargo, la mayoría de las imágenes de la película están tomadas de la realidad entre agosto de 2013 y julio de 2014, tras la desastrosas consecuencias del rescate económico de Portugal por parte de la Comunidad Económica Europea, con unas medidas de austeridad que provocaron despidos, desahucios, suicidios, miedo, desesperación e impotencia en la mayor parte de la sociedad.

No creo que vayamos a tener muchas oportunidades de ver este año una película de ambiciones tan colosales. Es desmesurada pero al mismo tiempo humana, demasiado humana. Si la duración de sus tres partes (en torno a las seis horas) podrían parecernos una prueba de resistencia, lo cierto es que al terminar de verla es fácil sentir que uno ha sido cómplice -por una vez- de algo más que un entretenimiento, quizás de una recalificación del cine político, para trasladarlo a un nuevo terreno, más allá de los discursos y los programas ideológicos.

No se proponen alternativas, no hay idearios, tan solo el imparable cotorreo visual de un pueblo que no entiende cómo un gobierno o las instituciones europeas plantean medidas criminales cuyos efectos podrían resultar extravagantes tomados individualmente y que de manera colectiva dan forma a un relato sobrecogedor.

Eso explica que una juez llore al dictar sentencias condenatorias contra gente indefensa ante sus acreedores, que el raccord tome desvíos y vaya de un político a un gallo parlanchín (en un plano/contraplano que no se veía en las pantallas desde los tiempos del William Klein de Mr Freedom o del Guy Debord de La sociedad de espectáculo), o que se haga una lectura cruel del universo de Walt Disney a través de un perro muy feliz en medio de una sociedad que se desmorona pero de la cual él se está alimentando mejor que nunca.

La película comienza con el propio director convertido en personaje, mientras espera para poder rodar a los trabajadores de los astilleros de Viana do Castelo después de su cierre, pensando al mismo tiempo cómo establecer una intersección entre ese desastre industrial y una plaga de avispas que asola la misma zona y que amenaza el futuro de sus abejas. Aunque para el cierre de los astilleros no parece haber solución, contra las avispas las autoridades de la zona han contratado a un exterminador convencido de que muy pronto acabará con todas.

El cine social se mide entonces con Terminator, y por supuesto sale mal parado. Nuestras armas de destrucción masiva contra los marcianos o contra las avispas, nada pueden contra la lógica del capitalismo. Decir todo esto es muy fácil, otra cosa es procesarlo, aceptarlo sin caer en la desesperación.

Quizás por eso de pronto Miguel Gomes huye perseguido por su equipo de rodaje, en un gesto muy propio del slapstick, Charlot o Buster Keaton huyendo de la policía, y que sin embargo en Las Mil y Una Noches tiene mucho de desesperado, enfrentándonos al dilema de un cineasta ante la difícil misión de describir de una manea eficaz y compleja al mismo tiempo el extraño momento que les ha tocado vivir a los portugueses y, por desgracia, a muchos de nosotros, en un mundo donde los números han acabado convirtiéndose en una nueva religión.

Uno de los lemas durante Mayo del 68 fue “la imaginación al poder”, fácilmente uno de los lemas de Miguel Gomes para realizar Las Mil y Una Noches por mucho que detrás de sus imágenes, reales y ficticias (la mayoría basadas en noticias de prensa recopiladas por tres periodistas que realizaron el trabajo de campo previo a las intervenciones del cineasta portugués), se note el latido de un dolor profundo, similar -salvando las distancias- al de Charles Chaplin cuando intentó inútilmente frenar la expansión del fascismo y la Segunda Guerra Mundial con El gran dictador (The Great Dictator, 1940).

El propio formato panorámico filmado en 16mm en buena parte de la película de Miguel Gomes (la parte de Bagdad, en realidad Marsella, la filmó en 35mm) es un comentario irónico y rocambolesco sobre el cine de gran espectáculo, solo que en este caso contrapuesto a una calidad de imagen muy inferior a la de cualquier obra de Cecil B. De Mille en la década de los 50. La idea -supongo- consistía en buscar imágenes de tamaño cinematográfico y textura real, grandes en la forma y pobres en su superficie, muchas de ellas inolvidables.

Cuando el equipo de rodaje alcanza a Gomes tras su huida, lo entierra hasta el cuello como si a continuación fuese a someterlo a una lapidación. Mientras esperamos lo peor, escuchamos al cineasta debatiéndose entre sus deseos de rodar fantasías y cuerpos exuberantes, y su necesidad pese a todo de ser fiel al desastroso estado del mundo donde vive. Su contradicción construye su película, le da su peculiar textura, su continua oscilación entre narraciones, actores cambiando de papel, personajes reales convertidos luego en figurantes de ficción, a la escenificación de sucesos verídicos con extras de carne y hueso…

Las Mil y una Noches se abre camino en medio de esas contradicciones para recordarnos que el cine, el arte en definitiva, lucha siempre en muchos planos hasta que descubre el suyo propio, en un espacio en el que nuestros deseos negocian con nuestro compromiso social (del que jamás podríamos apartarnos por completo) y con nuestro afán de encontrar una forma que quizás en algún momento, en alguna galaxia lejana si es necesario, nos sirva como alternativa al desastroso paisaje que ahora mismo nos rodea, sin que en la mayoría de los casos nos entendamos unos a otros, condenados todos a extrañas formas de vida en las que nuestras singularidades son solo notas a pie de página de un relato que podríamos titular Capitalismo, y a cuyo narrador deberíamos callarle la boca cuanto antes porque ya sabemos que su relato jamás podrá acabar bien, le falta imaginación para conseguirlo.

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