Una obra maestra de Steven Spielberg que sigue siendo de rabiosa actualidad
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¿Puede el hombre con su voluntad salvar al mundo entero? “Podría haber conseguido una persona más y no lo hice”, asevera Oskar Schlinder (un perfecto Liam Neeson), el protagonista de la famosa película de Spielberg.
Y es que este es el drama de todo hombre que apueste por lo bueno: asumir con dolor la necesaria lucha por afirmar el bien sabiendo que todo esfuerzo humano no puede eliminar definitivamente el mal.
Es 1939. Los nazis han invadido Polonia, y los judíos confinados en guetos, son asesinados como animales en las calles y enviados a los campos de concentración, donde se cosificarán como material de trabajo.
Schindler es un hombre vanidoso, mujeriego y oportunista que quiere aprovechar la situación para hacer progresar su industria; para ello, conseguirá mano de obra de los campos de concentración a bajo precio.
Su gerente, Itzhak Stern (un acertadísimo Ben Kingsley), elaborará una lista de judíos que quedarán bajo su protección.
Poco a poco −y el largo metraje se encarga de mostrar que la toma de conciencia requiere un tiempo doloroso−, Schindler se percata de la tragedia de su época, y convertirá su empresa en la obra de su vida: salvar a cuántos más pueda mejor de las manos del oficial al mando del campo de concentración, el demoníaco Amon Goeth (un estremecedor Ralph Fiennes, que consiguió dejar en el espectador la imagen visible del mal).
La historia está basada en el empresario alemán homónimo afincado en Cracovia. El Oskar real decidió entrar en acción al ver en un carro lleno de cadáveres a una niña vestida con un abrigo rojo a la que había visto poco antes andar desorientada.
Precisamente este será el único punto de color que Spielberg dará a su larga película en blanco y negro (viva Janusz Kaminski), simbolizando así la humanidad y la inocencia que se juega en cualquier circunstancia.
Esta es una de las muchas imágenes de antología (ahí están juegos de puntería del oficial al mando del campo, la invasión de Cracovia, etc.) que la obra maestra que consagró a Spielberg ha dejado en la retina de muchos.
Colabora a ello, la música efectista de raíces hebreas servida por el siempre acertado John Williams.
El rey Midas abrió veda en el campo del cine testimonio o documental al tratar en más de tres horas de perfecta factura la lucha entre el Bien y el Mal jugada en el terreno de la libertad humana.
El famoso director afirma que la solución del conflicto no está en manos del hombre, aunque precisa de él; de allí el dolor de Schindler por el coche, la pluma o todas aquellas posesiones que le servirían para salvar a un hombre más.
Cada hombre es único e irrepetible. ¿Acaso un pastor no saldría a buscar la oveja perdida?
Debemos agradecer a Wilder, Scorsese o Polanski haber rechazado dirigir este relato documental e histórico.
Sin duda, es frecuente que las producciones del director de Cinciannati planteen tanto esta heroicidad de lo cotidiano (Indiana Jones, Las aventuras de Tintín, Salvar al soldado Ryan, Hermanos de sangre…) como la búsqueda de un sentido existencial, la espera de un padre, que es Dios (La terminal, E.T., el extraterrestre, Atrápame si puedes…).
Spielberg nos ofrece un clásico, de siete Oscars, de rabiosa actualidad. En el presente mundo de violencia, el Superhombre ha quedado superado: solo es posible estar por encima del bien y del mal de modo intelectual; la realidad se encarga de mostrar de modo descarnado que los actos tienen sus consecuencias buenas o malas.
En el cine, incluso los superhéroes se dan cuenta de que es necesaria la irrupción de algo que salve lo humano (vean Batman vs. Superman).
No existen superhéroes; existen hombres de a pie, mártires, santos, gente conmovida por la conciencia extraordinaria de lo humano que dan la vida por salvar al otro. La lista de Schindler nos habla de uno de ellos.
El actual panorama cinematográfico busca continuamente ponernos delante a testimonios anónimos apasionados por la persona, a motores de esperanza.
Sin lugar a dudas, el presente pontificado, con su recurrencia a las periferias y al perdón, ha hecho más evidente la necesidad de hacer explícitos a estos hombres, auténticos testimonios de la verdadera estatura del ser humano.
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