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Me casé con un minimalista (o cómo poner orden en mi vida)

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Kimberly Cook - publicado el 02/06/16

Un "cachivachero" aprende a decir adiós al exceso de cosas a pesar del gran esfuerzo

Cuando visité por primera vez el pisito de soltero de mi futuro marido, me pareció tan acogedor como la sala de un dentista. Las paredes eran absolutamente blancas y estaban completamente desnudas. La decoración no era más que un póster de fútbol sujeto con chinchetas. Los muebles se limitaban a lo mínimo esencial.

En su opinión, el apartamento estaba estupendo. Estaba iluminado, limpio y no había ni una sola superficie innecesaria donde acumular cosas. No había nada que lo distrajera ni, lo que era más importante, nada que acumulara polvo.

Por aquel entonces, yo vivía en una casa con cuatro mujeres jóvenes, la mayoría desordenadas. Nuestras habitaciones eran pequeñas y todas habíamos ido acumulando unas cuantas cosas desde el comienzo de la universidad.

Los del documental de Obsesivos Compulsivos me habrían enmarcado en la categoría más liviana de tendencia a la acumulación. Así que te puedes imaginar la ansiedad de mi futuro esposo cuando contempló mi lugar de residencia.

A pesar de que yo estaba estudiando teología y estaba muy familiarizada con el concepto evangélico de pobreza, me costaba mucho desprenderme de ciertas cosas.

En realidad, más allá de la vida religiosa consagrada, no conocía ninguna idea en absoluto del minimalismo.

Es decir, para los religiosos tenía sentido vivir de esta forma —los ermitaños en el desierto no tenían muchas opciones más allá de colgar baratijas y joyas de los cactus—, pero para mí no tenía sentido.

Mi generoso esposo se mordió la lengua no pocas veces durante nuestra relación. Pero pronto llegó el día en que mis cosas pasarían a ser sus cosas también, ¡y para él ya eran demasiadas cosas!

Durante la planificación de la boda y los preparativos matrimoniales, comentó que al menos la mitad de mis cosas tendrían que “perderse” camino de nuestro futuro apartamento.

Al principio me sentí un poco herida y me defendí con el típico “nunca sabes cuándo podrías necesitar” estos tesoros.

Pero cuando volví a casa e hice inventario aquella noche, empecé a bucear por toda la ropa que había olvidado que tenía, un montón de chismes sin propósito y montones y montones de trastos adquiridos. De repente, empecé a sentir ansiedad.

¿Para qué diantres tenía todas esas cosas? ¿Por qué había estado deambulando de casa en casa con esta interminable montaña de “tal vez lo necesite algún día”?

Las cosas me estaban consumiendo y necesitaba ayuda. Estaba petrificada. Acumular cosas pueden hacerte eso.

Y luego llegó un profundo alivio. Estaba empezando de nuevo. Me estaba deshaciendo de lo innecesario de mi equipaje. Y no lo haría sola, ¡gracias a Dios!

No, ese hombre a mi lado se aseguraría de que cada cuerda de yoyó, cada envoltorio de chicle, cada bolso repetido por enésima vez saldría tan rápidamente como había entrado.

Esto del minimalismo no era tan malo después de todo. De hecho, era algo parecido a desprenderse del pecado por miedo a “perder” algo necesario, al mismo tiempo que se pierde libertad. ¡Estaba rompiendo un ciclo vicioso!

Al fin había descubierto el significado de que menos es más y me sentía purgada, había encontrado una notable libertad entre los ornamentos de una cultura consumista.

Mi transformación hacia un estilo de vida “más” minimalista no fue sin altibajos. El matrimonio, después de todo, consiste en dar y en recibir.

Esta chica no estaba dispuesta a tener unas paredes blancas, así que mi marido se descubrió a sí mismo haciendo mohines de dolor mientras me ayudaba a pintar la pared principal de un rojo brillante (¡eso sí que es amor!).

También hubo una vez que fui a tirar basura al contenedor y volví a casa con un marco de fotos que todavía hoy sigue colgado de la pared.

El matrimonio es, sin duda, la fusión de dos personas únicas e individuales. Algunas de esas personas emergen de un mundo vibrante de color, con cortinas en las ventanas y cuadros en las paredes. Otras, no tanto.

Aunque definitivamente no me he vuelto una minimalista radical, sí que intento seguir unos principios básicos para no ser devorada por la acumulación de trastos.

Y he reducido significativamente el número de cosas con las que convivo, pero he ganado abundantes personas en el proceso.

Las normas del minimalismo:

  1. Haz limpieza general una vez por estación, cuando hagas rotación con la ropa.
  2. Caritas, la Sociedad San Vicente de Paúl y otros lugares de donación son tus amigos. Visítalos con frecuencia, ¡pero para donar, no para comprar!
  3. Si algo entra, al menos una cosa tiene que salir.
  4. Si no lo has usado en un año, fuera.
  5. Pregúntate siempre: ¿de verdad necesito esto?
  6. Céntrate en la calidad, no en la cantidad.

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amor de parejaconsumismoculturamatrimoniominimalismotestimonio
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