Vivir la eucaristía es prepararme para ser yo mismo el cuerpo de Cristo que se entrega Jesús me pide que viva con intensidad la eucaristía para así vivir mi vida con la misma intensidad.
Decía el Padre José Kentenich: “Si vivo así mi vida de ofrecimiento, en forma sobrenatural, en y con Cristo, es evidente entonces que muchas veces seré transformado en Cristo. Todas las acciones durante el día deben llegar a ser una reiteración constante del ofertorio, de la consagración y de la comunión”[1].
Si vivo cada parte de la misa intensamente podré llevar esa actitud a mi vida.
La actitud del perdón. Cuando necesito perdonar a otros. Cuando me hace falta ser perdonado.
La escucha de la Palabra de Dios. Cuando quiero aprender a descubrir su voz en medio de mi día.
La petición constante por mis necesidades. Porque Jesús me escucha cuando le suplico.
La actitud del ofrecimiento de lo poco que tengo: “No tenemos más que cinco panes y dos peces”. Porque sólo si me ofrezco Jesús puede tomarme en sus manos.
La consagración en la que Jesús se hace carne en mis manos. Y yo me hago más de Dios en las suyas.
El gesto de postrarme y partirme en las manos de Dios. Cuando siento que Jesús se parte en las mías. Para que otros tengan vida: “Dadles vosotros de comer”.
Hay partes de la misa que vivo de forma más intensa que otras. ¿Qué parte de la misa es la parte que más me toca? ¿Qué parte de la misa vivo más intensamente?
Vivir la eucaristía es prepararme para ser eucaristía, para ser yo mismo el cuerpo de Cristo que se parte por amor y se entrega sin reservas. A todos.
Cada vez que parto el cuerpo de Cristo es como si se partiera algo dentro de mi alma. Ese ruido del pan al partirse. Jesús se parte en mis manos. Yo me parto en las suyas.
¿Tomo conciencia de cada momento de la misa? ¿O la vivo pensando en otras cosas? En el pasado que me preocupa. En el futuro que me angustia.
Quiero acercarme a Jesús con las manos vacías. Sólo tengo unos panes y unos peces. Tengo muy poco y son muchos a mi alrededor los que tienen hambre de amor.
No puedo calmar el hambre de todo el mundo. No puedo. No bastan mis talentos, mi capacidad de amar, mi tiempo. Eso lo sé. No puedo. Pero a veces me confundo y grito como un niño: “Mamá, ¿yo puedo?”.
Tal vez pienso que no es posible. Que sólo mis panes y mis peces no son suficientes. Y los puedo guardar por miedo a perderlos.
Jesús cree en mí. Cree en ese poder escondido debajo de mi impotencia. Cree en mi capacidad para amar oculta bajo gestos hoscos. Cree en mi potencialidad para crecer cuando parece que soy frágil y débil y la derrota es segura.
Sí, Jesús cree en mí. Sí, yo puedo calmar la sed y el hambre de tantos. Parece pretencioso. Pero Jesús cree en mí mucho más de lo que yo creo. Y me pide que yo les dé de comer con tan solo unos panes y unos peces. Y me dice: “No dejes nunca de creer”.
Parece imposible. Me parece imposible. Pero yo quiero creer que puedo partirme hasta el extremo. Y me da miedo.
Rezo con las palabras con las que rezaba una persona: “Sé Tú mi seguro y mi ancla. Enséñame a caminar sobre las aguas. Aunque parezca imposible. Dime ‘ven’ e iré. Y si no, ven a cogerme”.
Quiero confiar así en el poder de Jesús en mi vida. En el poder de mi cuerpo sobre las aguas. En ese milagro de mis manos al convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Por su palabra, creo. Porque Él vive en mí, puedo.
Él puede hacer posible lo imposible. Puede hacer que mi palabra calme los corazones que viven angustiados. Y mis manos entreguen su bendición allí donde reina la ira y la violencia. Puede hacer que mis pies recorran caminos difíciles, valles oscuros.
Puede darme un corazón más grande que el que tengo. Un corazón capaz de aceptar a más personas, querer a más hombres, cuidar a más necesitados. Él puede hacer posible la multiplicación de mis panes y mis peces cuando es tan poco lo que yo poseo.
Puede si yo le dejo entrar en mi vida, si me entrego por completo sin esperar nada a cambio, si me ofrezco sabiendo que es poco lo que poseo. No importa nada. Él lo puede todo. Le basta mi sí para empezar a hacerlo.
[1] J. Kentenich, Vivir la misa todo el día, 55