Sólo cuando aprendo a escuchar al que sufre y necesita más amor que yoCreo que a veces en la vida puedo darle demasiada importancia a lo que hago, a lo que digo, a lo que logro. No quiero llevar cuentas del bien que hago ni del sacrificio que he sufrido. Aunque no sea reconocido no quiero llenarme de amargura.
Me impresionó una reflexión que leí el otro día: “Santa Teresita habla de la pequeña santidad. No dar mucha importancia a todos los sacrificios que haga; tenerlos en poco. Cuando se hallaba en el lecho de muerte, una religiosa que la visitaba le dijo: -Hna. Teresa, ¡Qué hermosa vida ha tenido usted! Nunca tuvo dificultades, tampoco en la comunidad, donde usted siempre supo convivir. ¿Y qué hizo Teresita? Junto a ella había un frasquito con un medicamento rojo. La botella se veía hermosa. Teresita entonces dijo: observe este frasquito. Mi vida pareció estar siempre exenta de cruz y dolor; sin embargo fue un único y gran calvario, especialmente en el convento. Tendría razones para estar amargada. Amargo ha sido siempre el medicamento, pero jamás me amargué”[1].
¡Cuánto cuesta llevar en silencio el sufrimiento! Vivir enfermo sin parecerlo. Sufrir sin hacer ver a todos cuánto sufro. Beber un medicamento amargo y no amargarme. Es fácil amargarse con las amarguras del camino. Me da miedo beber amarguras y volverme amargo.
La vida es mucho más que mis dolores y sacrificios. Me conmovió mirar ese frasco de medicamento rojo. Bonito. Claro. Pero amargo. Y pensar en la vida de santos anónimos que conozco.
Personas que llevan su vida con alegría, sonriendo, sin amargarse. Están enfermas y sonríen. Dios sabe cuánto sufren por la enfermedad, pero no se quejan. No parecen amargadas. Dan paz.
Tendrían motivos para quejarse continuamente de la injusticia a ese Dios que permite lo injusto. Tendrían razones para elevar un canto de protesta y devolver amargura a todos los que viven tan felices. Pero ellos se mantienen con paz en medio de su calvario. Me conmueve.
¡Cuántas veces veo matrimonios en los que uno de los dos lleva cuentas del bien que hace o de los sacrificios que sobrelleva! Así es difícil amar. Así es difícil, en verdad, ser amado. Mendigo reconocimiento y aplauso. O compasión y más atención.
Y tal vez nunca suceda. Y la amargura irá envenenando el alma y haciéndome incapaz de mirar la vida, mi propia vida, con alegría.
Creo que sólo viviendo con paz lo que me toca vivir. Viviendo mi realidad sin llevar cuenta de mis méritos, puedo salir de mí mismo. Puedo amar y ser amado. Emprender un camino nuevo. Un éxodo.
Sólo cuando me descentro empiezo a quitarle importancia a mis dolores. Sólo cuando aprendo a escuchar al que sufre y me fijo en el que está junto a mí y necesita más amor que yo, cesa mi queja y cesa mi amargura.
Cuando me doy cuenta de la desproporción que hay entre mi sufrimiento y el sufrimiento de tantas personas. Dejo de mirar entonces a los que menos sufren y miro a los que sufren de verdad. Me gusta esa actitud ante la vida. Entiendo así que Dios me quiere en mi dolor, me rescata en mi sufrimiento.
Leía el otro día: “La salvación consiste, sencillamente, en tomar a diario la misma cruz de Cristo, en aceptar como voluntad de Dios lo que cada día trae consigo, en ofrecer a Dios cada mañana todas las alegrías, las obras y los sufrimientos de la jornada. Consiste en levantarse todas las mañanas y en acostarse agotado. Puede consistir en un trabajo monótono, en un sufrimiento, en posponer los placeres, la felicidad o el amor que ansía el corazón humano para hacer lo que es preciso en ese momento”[2].
Me gustó esa mirada puesta en Dios para vivir la propia vida. Sea como sea. Y esa mirada es la que me hace salir de mí mismo al encuentro del otro. Dejo de darme tanta importancia. Dejo de tomarme tan en serio. Dejo de amargarme con las amarguras. Y entonces la vida cobra más sentido.
[1] J. Kentenich, Conferencia Roma 1965, La mirada de misericordia del Padre, Textos escogidos. P. Peter Wolf
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros