En su intento por apelar al guiño a los fans, Bryan Singer ha construido un film al que le falta mucha intencionalidad dramática A pesar de que Louis Simonson y Jackson Guice crearon a Apocalipsis a mediados de los años 80 como villano principal de la colección X-Force, en realidad el personaje no se hizo realmente popular entre el público –algo lógico, por otro lado, cuando no es más que un clon del Darkseid de DC Comics… y Marvel tiene uno mucho mejor, Thanos– hasta los años 90.
Al fin y al cabo, dentro del ámbito de los cómics de superhéroes, aquella fue la época de la hipertrofia muscular, las líneas cinéticas y las portadas cromadas, así que un antagonista de tamaño gigantesco y lleno de cables encajaba a la perfección dentro de la imaginería mutante que dio pie a uno de los peores y más inacabables crossovers de la historia de Marvel –en dura pugna con la Saga del Clon de Spiderman–, La era de Apocalipsis… Que, básicamente, era un refrito mal cocinado del ciclo argumental Días del futuro pasado, que Chris Claremont y John Byrne firmaron a principios de los 80.
Cabría preguntarse si Bryan Singer y Simon Kinberg han llevado a cabo un razonamiento similar cuando, tras los más que notables resultados taquilleros de X-Men: Días del futuro pasado –que demostró que a los fans les entusiasman las adaptaciones de sagas clásicas–, han optado por recuperar, de entre todos los enemigos de los mutantes a su alcance, a uno con tan poca enjundia como Apocalipsis (Oscar Isaac).
Más allá de que, debido a sus orígenes egipcios, haya dado pie a un prólogo de tono stephensommeriano que está entre lo más defendible del metraje, da la sensación de que la elección responde más a lo que podríamos llamar el síndrome Dragon Ball –es decir, a la necesidad de encontrar a un villano cada vez más poderoso, de capacidades más destructivas, que obligue a los protagonistas a llevar más allá sus habilidades mutantes– que al interés por plantear algún tipo de dilema moral o existencial que coloque a sus héroes en una posición dramática interesante, como lograba el propio Singer en las dos primeras X-Men.
Lo cual provoca que la intención de X-Men: Apocalipsis de ejercer de reinicio parcial de la franquicia, aprovechando la puerta abierta con Días del futuro pasado para presentar versiones rejuvenecidas de personajes ya conocidos, quede en entredicho por la ineficacia de introducirlos a través de una trama tan inane, tan falta de tensión dramática, a pesar de los denonados esfuerzos de Kinberg de dotarla de cierto angst –no hay más que ver toda la subtrama de Magneto (Michael Fassbender) y su familia, terriblemente torpe y previsible–.
Al menos su antecesora lograba conservar algo del sense of wonder de las primeras versiones del guión firmadas por Jane Goldman y Matthew Vaughn: aquí solamente se acumula secuencia de destrucción (digital) tras secuencia de destrucción (digital) que, en teoría, deberían transmitir cierta sensación de urgencia.
A pesar de su insistencia en vincularse con blockbusters aparatosos, llenos de efectos especiales, la realidad es que donde mejor funciona Bryan Singer es en las distancias cortas. En la construcción de personajes a través de la interacción entre los actores, y en la captación de los pequeños detalles que matizan lo que transmiten los diálogos.
La cuestión es que X-Men: Apocalipsis no da mucho pie a ese tipo de escena, sino que mete al director en un crescendo apocalíptico que no saca, precisamente, lo mejor de él: de hecho, a medida que avanza el metraje, y el nivel de catástrofes alcanza dimensiones mundiales, se le ve cada vez más incómodo, lo que desemboca en un clímax torpe y desencajado –preñado de unos efectos CGI de una ineficacia sorprendente–, que no transmite, ni mucho menos, la sensación épica que sus responsables pretenden.