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¿Te sientes imperfecto? ¡Felicitaciones!

Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/05/16

No quiero ir por la vida decidiendo si los demás están bien o malConozco algunas persona que creen tener siempre la razón. Nunca pierden una pelea. No se equivocan. Siempre tienen la última palabra. Cuando hablan sientan cátedra. No dudan. No temen. Con su silencio aprueban o rechazan las posturas de los otros.

A veces, casi sin quererlo, uno busca su aprobación. Como queriendo saber si estamos en lo cierto o hemos fallado en nuestro punto de vista. No hay matices para ellos. O estás con ellos, o estás equivocado. No suelen cometer errores. Y si los cometen, tendrán atenuantes.

No escuchan las críticas. Porque no las entienden. Llevan cuenta del bien realizado, no tanto del mal causado.

No logro saber bien si su aparente seguridad es un don de Dios, un milagro de la naturaleza o un brote excepcional en una tierra regada de inseguridades. Los contemplo y me asombro.

No sé si tienen de verdad paz en el alma, si están alegres, si no les amarga ver tantos errores cerca de sus vidas. No lo sé. Tampoco me preocupa tanto. Creo que no quiero tener razón siempre. Ni tener todas las respuestas.

Si pierdo la paz en un momento, o me irrito, o me enfado, no quiero tener la razón. Simplemente quiero vivir mi momento, tenga razón o no la tenga. No quiero ir por la vida decidiendo si los demás están bien o mal. Si se equivocan o aciertan.

Me basta con vivir mi vida sin grandes pretensiones. Sin querer erigirme en el criterio absoluto. Quiero aceptar mis errores y mis debilidades. Reconocerme a mí mismo mis miserias, mis inmadureces y no temer que otros las conozcan. Lo sé bien en teoría, Dios siempre me espera en su misericordia.

Así lo decía el padre José Kentenich: “Santa Teresita del Niño Jesús decía que ante Dios hemos de experimentarnos como seres pequeños, desvalidos. Vale decir, reconocer y confesar nuestra miseria; y confiar a toda costa en que el Dios eterno e infinito quiere recibir esa pobre creatura y que, en virtud del reconocimiento de nuestras debilidades, nos quiere acoger tanto más profundamente en su corazón. Por eso no desesperar ante nuestras faltas, porque también nuestros pecados deben ayudarnos a ser humildes. Al reconocer mi pequeñez, Dios me atraerá poderosamente hacia su corazón. Por tanto, no caer presa de la inquietud”[1].

Me gustaría mirarme con más misericordia. Y creerme de verdad que los errores y caídas, que me hacen más pequeño, son la llave maestra del corazón de Dios. Quiero mirar a Dios así, cada día, a cada paso.

Reconocer que no acierto siempre. Que mi pecado me hace más humilde, más sencillo, más necesitado. Que no siempre tengo la razón. Aceptar que fallo y no soy esa imagen ideal que deseo dar de mí mismo, guardada en algún rincón de mis sueños más antiguos.

Como si quisiera justificar con mi perfección mi semejanza con ese Dios Trino que me ha creado y me ama. Cuanto más me parezca a Él, más me tiene que querer. Parece ser un pensamiento grabado desde siempre.

¡Y es todo tan distinto! Que no me importe tanto perder peleas. Dejar de ser tomado en cuenta. Ser cuestionado en cómo hago o he hecho las cosas. Ser juzgado y condenado aunque sea injustamente. No quiero cuidar tanto mi imagen.

Si de verdad me creo que Dios me quiere como soy, si de verdad me creo que soy reflejo de la Trinidad, reflejo de un amor imposible, si de verdad me creo que Dios sólo puede hacer cosas conmigo cuando me dejo, cuando me parto, sin querer yo tener todas las riendas firmes…

Todo claro. Nunca ser inmaduro ni perder los estribos. No alterarme por nada como en un estado de santidad perfecta que no logro ni siquiera mirar de lejos.

Si de verdad me creyera que Dios es misericordia, si me creyera que su amor por mí es incondicional y se conmueve cada vez que me derrumbo y caigo,…

Decía Tim Guenard: “Dios acepta todo nuestro sufrimiento. Pero la pregunta es si yo se lo doy. Creo que todo el mundo en algún momento se encuentra en la necesidad de llamar a la puerta de la misericordia. A mí me ocurrió. Creo que es una bebida de amor para todo el mundo. Todos somos pecadores. Para vivir la misericordia del amor, hay que aprender a escucharse, a mirarse y, definitivamente, perdonarse”.

Quiero creer más en el amor de Dios, en su misericordia infinita. Quiero confiar más en su espera paciente, en su mirada amable.

No quiero vivir inquieto en un intento vano por ser perfecto a los ojos de Dios y del mundo. Todos somos pecadores. Todos necesitamos esa misericordia. Todos podemos ser puerta de misericordia para aquellos que no conocen el amor de Dios. Puedo abrir el corazón de ese Dios Trino que me ama con locura.

 

[1] J. Kentenich, homilía Milwaukee 1965, La mirada de misericordia del Padre, Textos escogidos. P. Peter Wolf

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