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La última apuesta: Viaje a la orilla del Mississippi

Tonio L. Alarcón - publicado el 16/05/16

Los autores de Half Nelson retratan el mundo del juego y de los casinos en la zona geográfica próxima al río Mississippi

Hace relativamente poco pudimos ver en nuestros cines El jugador, un remake contemporáneo del filme homónimo de Karel Reisz –a mayor gloria de Mark Wahlberg– que, si bien respetaba a grandes trazos su arco argumental, en cambio transformaba toda la carga nihilista, existencialista, del guión de James Toback en un moralismo mucho más plano y más digerible por el gran público.

No es casual, en ese sentido, que el director de Melodía para un asesinato tenga un pequeño papel secundario, de apenas unas cuantas líneas, en La última apuesta: no solamente es un reconocimiento por parte de sus directores, Anna Boden y Ryan Fleck, de la influencia que la película de Reisz ha tenido en la creación de su último trabajo cinematográfico –sobre todo, en el dibujo de su protagonista, Gerry (Ben Mendelsohn)–, sino también una especie de cesión de testigo por parte de Toback.

Y es que, igual que cuando este último describió en forma de guión su propia adicción al juego, ni Boden ni Fleck dulcifican la ludopatía, ni trazan un camino de redención ni una recompensa final para su (anti)héroe. Su intención es la de construir una trama voluntariamente inacabada, pues el objetivo del largometraje es la de intentar capturar un instante en la vida de dos personajes imperfectos, vulnerables, que encuentra un cierto consuelo en el camino a través de su mutua compañía.

Desde sus mismos títulos de crédito, La última apuesta deja bien claro que está construida como una declaración de amor al cine de los años 70. Y eso es, precisamente, lo que entregan sus directores: un relato que, más allá de estar narrado con las hechuras de los largometrajes de la época –la fotografía en 35 mm de dos perforaciones de Andrij Parekh recupera su grano y su textura, así como su característico uso de la cámara en mano y los zooms lentos, guiño al cine de Robert Altman y al de John Schlesinger–, también se esfuerza en recuperar una visión adulta, con los pies en la tierra, sobre la amoral existencia de sus protagonistas.

No hay glamour en el retrato que Boden y Fleck hacen del mundo del juego, sino más bien todo lo contrario: a través del trayecto hacia Nueva Orleans que comparten Gerry y Curtis (Ryan Reynolds), lo que llevan a cabo es un retrato del lado más decadente de los Estados Unidos –en el que, de hecho, emplearon como actores a vecinos reales de las localizaciones en las que transcurre la acción–, arrastrando al espectador por unos casinos en los que casi puede sentirse el olor a agrio, a rancio.

Si, siendo un largometraje sobre el juego, Boden y Fleck apenas le prestan atención a las partidas que disputan sus protagonistas, es sencillamente porque el centro dramático de La última apuesta no está en aquéllas, sino en cómo afectan a los personajes de Mendelsohn y Reynolds, hasta qué punto les condicionan, marcan su comportamiento.

Porque aunque el auténtico ludópata es el primero, atrapado en el bucle de su misma irresponsabilidad, de su incapacidad para levantar cabeza a pesar de la ayuda ajena, lo cierto es que, pese a su apariencia distendida, el segundo no es mucho más estable: rehuye de forma continuada todo aquello que le pueda atar, y se mueve sin parar por miedo a encontrarse, precisamente, comprometido emocionalmente.

De ahí que, a través de esa amistad que surge en una timba de póker, ambos sean capaces de ver reflejado en el otro sus propias limitaciones. Y, si bien el largometraje deja abierta la posibilidad de que, en algún momento, Gerry y Curtis lleguen a afrontarlas y a corregirlas, los directores no pretenden nada más que proporcionarles a sus protagonistas un instante final de lucidez, de autoreconocimiento.

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