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High-Rise, miedo a las alturas

Ramón Monedero - publicado el 16/05/16

El hombre no está hecho para vivir en un edificio frío y sin alma

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Robert Laing (Tom Hiddelston) se acaba de mudar a un impresionante rascacielos. Durante todo el metraje su salón está salpicado de cajas que nunca se abrirán. En un momento un personaje le pregunta a Laing, “¿qué hay en esas cajas?” y éste responderá, “sexo y paranoia”.

High-Rise está basada en la novela del mismo título del siempre intrigante J. G. Ballard. Se ha dicho que este escritor británico fue el maestro de las distopías, tal vez porque siempre percibió el mundo con el desazón lógico de alguien que se hizo adulto en un campo de concentración. De hecho, aquella experiencia primigenia, Ballard la llevó a un libro que posteriormente se hizo una película, nada menos que de Steven Spielberg, El imperio del sol.

Sin embargo, Ballard es conocido por sus relatos de ciencia ficción o de situaciones límites que a veces ocurren en nuestro tiempo pero que nos hacen comportarnos como seres extraños, casi como aliens. En High-Rise, Ballard imaginó un rascacielos en el que la gente se iba, poco a poco, descomponiendo porque en muchos sentidos el edificio protagonista no es más que un cuerpo humano que late, que sangra y que por lo visto debe de estar muerto porque se está pudriendo por dentro. Es en ese punto, cuando lo vivo está a un paso de convertirse en algo inerte, es entonces cuando la razón se difumina.

En High-Rise todo parece tan perfecto y tan ideal que, desde el primer momento, sabemos que nada va a salir bien. Los vecinos se acumulan como hormigas en una mole de cemento y hierro sin darse cuenta de que las cosas frías hacen que los humanos nos volvamos fríos. Este edificio lo tiene todo, incluido un supermercado enrarecidamente plano. Sus estanterías están llenas de productos pero da la sensación de que no se vende nada a sus clientes que pasean por sus pasillos como zombis. Puede que se deba a esto que sus habitantes tenga cada vez menos sentido como individuos y que se vayan adulterando hasta que el caos se apodere de ellos.

Poco a poco las intrigas se van acrecentando y los espacios se van haciendo más claustrofóbicos y las personas también. High-Rise, la película de Ben Wheatley, ha sabido discurrir muy bien su película por esos derroteros de obsesión y turbación que empapan el relato de Ballard. Sin embargo, que nadie espere una cinta al uso. Aunque su línea argumental se puede resumir en un par de líneas la forma en la que Wheatley nos lleva a esta especie de infierno de Dante urbano encaja muy bien con los parámetros narrativos y hasta éticos de Ballard. High-Rise no es una historia convencional ni está planteada como tal.

Se ha dicho que High-Rise es La naranja mecánica del siglo XXI aunque no creo que existan muchos paralelismos. A mí High-Rise me recuerda a Kubrick, de eso no cabe duda, aunque creo que se acerca más la abstracción de 2001 que a las formas obsesivas de La naranja mecánica. De hecho, el film de Wheatley conserva en su puesta en escena ese gusto por la simetría y por la estética, cierto regusto en su tempo y las aparentes salidas de tono que tan bien sabía conjugar el director de Eyes Wide Shut.

Aun así, High-Rise es una película que respira sola y lo hace con bocanas que dejan sin aliento. El film no dejará indiferente a nadie por algunas de sus escenas pero también por su mensaje final que resulta casi enfermizo y muy poco esperanzador quizá porque el hombre, parece decirnos Whatley y de fondo Ballard, no está hecho para estas moles frías, vacías altas probablemente porque el ser humano, en el fondo, siempre ha tenido miedo a las alturas.

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