Shuila y Wafaa están detrás de la larga barra de metal de la mesa de los pobres de San Egidio en Roma, y llenan los platos que llevan a la mesa: arroz, pollo, croquetas, ensalada, hummus y pan árabe. Pero hay también un toque italiano: pasta al horno.
Llevan velo. Llegaron a Roma con sus familias a mediados de abril. Viajaron desde Lesbos en el avión del papa Francisco.
Hoy sirven la comida a los refugiados sirios que han llegado a Italia gracias al proyecto “Corredores humanitarios” promovido por la Comunidad de San Egidio, la Federación de las Iglesias evangélicas italianas y la Iglesia valdense.
“Las familias que estaban aquí antes que nosotros nos acogieron y cocinaron para nosotros cuando llegamos. Hoy nosotros hacemos lo mismo para los que llegan” dice Wafaa. Música y aplausos acogen a los recién llegados.
Los refugiados sirios que llegan para comer son alrededor de treinta (de los 101 que llegaron a Fiumicino, y fueron destinados a estructuras en otras ciudades). Mochilas y bolsas contienen las pocas cosas que lograron salvar y llevar consigo.
Están arreglados, limpios y listos para un banquete. Un señor, vestido con saco y pantalón, camisa y corbata. Llegó con su esposa e hijos y yerno. Es el más anciano del grupo y se le reserva un lugar en la cabecera.
Los recién llegados son casi todos cristianos. Están orgullosos de ello, sin ostentación. Una señora lleva un rosario en el pecho. Se le esconde entre la camisa, pero de repente lo muestra, para enseñar que es cristiana. En ese momento ofrece una gran sonrisa y se le iluminan los ojos. “Lo más fuerte que tenemos es la fe”.
Aunque los signos de sufrimiento son evidentes, los llevan con dignidad: la manera de andar incierta pero orgullosa, junto al hijo, de un padre de familia cuyas piernas ahora son prótesis, la esposa ya no tiene un brazo pero sí la sonrisa.
Maiyas tiene 32 años y es cocinero. Huyó al Líbano en el verano de 2014. Pocos meses después lo alcanzaron su hermano y luego sus padres, antes de que cerraran la frontera.
En la zona de la que viene, uno de los pueblos del interior de Al-Hasakah, los militantes del Isis secuestraron a muchos.
Es difícil pensar en volver a un lugar que antes era tuyo pero que ha sido pisoteado, en donde te han robado todo. L
leva en el dedo un anillo, está comprometido, según explica. La muchacha estaba en Suecia para estudiar pero cuando estalló la guerra no pudo regresar a Siria. Quizá un día la volverá a ver.
Otro cuenta el amplio asedio de Aleppo: meses sin luz, a veces sin agua, sin calefacción en los meses de invierno. El precio del pan aumentó más de 20 veces. Todos los amigos se fueron, su casa quedó destruida, “no hay piedra sobre piedra”.
Quizá volverá, más adelante. Dentro de cinco o diez años, cuando todo haya terminado. Pero no ahí, hay demasiados recuerdos.
Se le nublan los ojos mientras muestra en el celular las fotos de los muros derribados, las habitaciones destrozadas, las puertas derrumbadas. Fue trabajador de metal, y siempre mantuvo a su familia con su trabajo, siempre fue independiente.
El mayor esfuerzo para él fue dejarse ayudar. “Confiamos en Dios, pongo mi vida en las manos del Señor y agradezco estar aquí y tener la fuerza y las ganas de trabajar. No creo mucho en la suerte, creo en Dios”.
Hoy celebramos a...