La debilidad barre los espejismos de autonomía para llevarnos al amorVivimos en una cultura de la fuerza, del rendimiento, del éxito a toda costa. E incluso al margen de este contexto, aspiramos a una felicidad que nos gustaría alcanzar con el mínimo sufrimiento posible.
Sin embargo, la experiencia de la debilidad o del sufrimiento puede ayudarnos a descubrir nuestra vocación como hijos de Dios y nuestra sed ardiente de amor.
Aunque no estamos obligados a vivir en la adversidad pura, bien es cierto que el sufrimiento nos hermana, al menos por compasión.
La fragilidad, si es que aceptamos darle asilo en nosotros, puede ser una buena noticia, ya que nos guía por el camino del ser.
Nos ayuda a saborear la alegría, pero no como una forma de placer transitoria; hablamos de la dicha inalterable de saberse amado por un amor incondicional –de sí mismo y también de los demás–, independientemente de la situación en que se encuentre.
A través del sufrimiento descubrimos que el mundo depende mucho de la perspectiva con que se mire. La paz interior viene de la aceptación incondicional del ser.
La alegría derivada de no tener miedo de uno mismo, de no cargar constantemente con un juicio sobre las imperfecciones, sino aprender a verlas con dulzura para poder abrazar la vida con plenitud, según la mirada del Señor.
Se trata por tanto de aceptar el vivir siempre en el presente, en realidad, de ir por delante de los rostros en lugar de intentar aparentar lo que en realidad no se es; la clave está también en permitir el reencuentro con el prójimo en la intimidad del ser. Y esta desnudez consentida sólo es posible con una fragilidad compartida.