¿Adivinas cuál es? Tiene cuatro letrasEl corazón no puede vivir sanamente sin alegría. Necesitamos cuidar la alegría en nuestra vida y no desesperarnos.
Decía el padre José Kentenich: “Quien no se educa para la alegría – o quien no educa a los demás – está conduciendo su naturaleza al debilitamiento, al fracaso. La alegría pertenece a la esencia de Dios. Y la naturaleza humana no puede existir por mucho tiempo sin la correspondiente alegría. El impulso a la alegría debe, de algún modo, ser satisfecho; de lo contrario, la naturaleza se vuelve enferma, con la posibilidad de sufrir una ruptura incurable”[1].
Estamos hechos para Dios. Estamos hechos para el cielo. Para una alegría eterna que nadie nos podrá quitar.
Cuando me sé amado por Dios. Cuando toco su amor en mi vida, podré decir lo que decía el Padre Kentenich: “Si yo estoy poseído del amor de Dios y sé que todo es expresión de su amor, tomaré posesión de la vara mágica con la que estaré capacitado para transformar todos los acontecimientos en fuentes de alegría”[2].
El saberme amado me capacita para ver en todo lo que me sucede, también en la pérdida y en la ausencia, un motivo de profunda alegría. El amor hace creer.
Yo también creo. Porque lo he tocado. Porque me he sentido amado por Él. Y también, como los apóstoles, quiero alabar a Dios por cómo llegó a mi vida, por cómo ha caminado a mi lado siempre. Y creo que vendrá siempre de nuevo a mi vida, para que no esté solo.
Cuando mi sobrino tenía siete años y pasamos unos días de vacaciones juntos, él quería jugar continuamente y me decía cada media hora: “Y ahora, ¿qué hacemos?”. Yo ya sólo quería que él hiciera algo solo mientras yo descansaba. Pero él esperaba hacer algo conmigo.
Quería jugar conmigo. Bañarse conmigo. Pasarlo bien conmigo. Y esperaba con sus ojos grandes de niño un nuevo plan fascinante. Recuerdo su mirada profunda e inquieta. Estaba abierto a todo. Cualquier cosa. Era una mirada pura y libre. Siempre estaba atento. Siempre dispuesto a hacer cualquier cosa conmigo.
Lo importante no era el qué hacíamos. Lo importante era hacerlo conmigo. Creo que esa es la esencia el amor. No hacer planes fascinantes con aquel al que uno ama, sino hacer cualquier plan, aunque sea duro y aburrido, pero siempre con la persona amada.
Eso lo cambia todo. Convierte un lugar lúgubre en un espacio maravilloso. Y lo más aburrido en un plan fascinante. El amor nos cambia la mirada sobre la realidad. Es lo mismo que hace el amor de Dios en mi vida. Me hace verlo todo como fuente de alegría. Es posible si Él lo hace.
Pienso en mi sobrino y recuerdo su mirada. Esa forma de mirar hacía que todo fuera diferente. Me gustaría tener yo esa misma mirada delante de Jesús. Y me gustaría preguntarle cada media hora: “¿Y ahora qué, Jesús? ¿Ahora qué hacemos?”.
Me gustaría estar siempre abierto a lo que Él me dijera. Abierto a sus planes y a sus sueños. Viendo en sus deseos, mejores que los míos, el camino de mi felicidad.
[1] José Kentenich, Alegría sacerdotal, 1935
[2] José Kentenich, Alegría sacerdotal, 1935