Más que mostrarme mis errores, me mostró lo que podía cambiar…Ya estaba divorciado antes de entrar en la RICA (Ritual de Iniciación Cristiana para Adultos) y no estaba para nada en disposición de pasar por todo el proceso de anulación. En realidad, tampoco había necesidad: no me había vuelto a casar, ni siquiera estaba teniendo citas; tampoco veía oportunidades de que cambiara la situación.
“No obstante”, me dijo mi párroco, “nos gusta ver que una persona sigue adelante con la anulación. Ayuda en el proceso de curación. El divorcio siempre deja heridas”.
Así que decidí intentarlo, aunque fue raro explicárselo todo a mi ex mujer.
K y yo habíamos llegado a la disolución de nuestro matrimonio de forma razonablemente amistosa y habíamos mantenido el contacto como amigos. En parte por la unión que suponía la pérdida de nuestra hija, muerta al nacer. Era una tragedia compartida; compartíamos el amor por nuestra hija. Yo intuía que si continuaba con el proceso de anulación, podría hacerle daño, y tampoco quería que se sorprendiera cuando algún día recibiera una carta del Tribunal. Tenía que decirle lo que iba a hacer.
No le gustó la idea —incluso llamó a la camarera para contrastar su opinión al respecto—, sobre todo porque tenía la sensación de que supondría que Caitlyn sería ilegítima.
“Bueno, eso no es cierto”, le dije, e intenté explicarle que una decisión de nulidad no tenía efectos sobre la legitimidad de los hijos.
“Sí que es cierto”, replicó K. “No me importa lo que digan esos católicos”.
Esa misma noche, me llamó al teléfono para quejarse, más que nada, de que los católicos adoraran a María y no le importaba lo que yo pudiera decir sobre el tema. (Estaba herida y se desahogaba de cualquier forma que podía). Pero también me llamaba para decirme: “Si vas a continuar con esto, pondré una nueva lápida para cambiar el apellido de Caitlyn y poner el mío”.
Y así de desagradable fue el proceso. Ahora K y yo apenas nos hablamos; una pena, porque yo aún la quiero.
Completar todo el papeleo para hacer la petición al Tribunal fue todo un desafío emocional también, porque las preguntas (al menos en el formulario largo que yo usé) me parecieron muy invasivas. Yo no quería explicar nada de aquello. Y mucho menos recibir indicaciones del procurador para corregir la forma de rellenar el formulario y tener que reescribirlo todo. ¿Por qué revisar todo ese lío otra vez? Que si aquel pecado, que si este otro, que si hicimos una cosa y dijimos otra mientras éramos novios, que si éramos un poco ingenuos… Es más detallado que en el confesionario. Fue muy doloroso recordar todo aquello que estaba intentando olvidar.
Pero de entre todo el procedimiento, noté una cosa curiosa: En lo que escribí, hablé mucho más de mis pecados que de los de K. Dije lo que tenía que decir, pero me centré en mis errores, en mi parte miserable y de mala persona.
Fue todo un examen de conciencia de todas las maneras en que me había equivocado y que nunca olvidaré porque, más que recordarme mis errores, me recuerdan cómo puedo cambiar. E incluso dejé de sentir el daño que me había causado K. Aprendí a perdonar.
No sé si volveré a tener pareja y casarme, puede que sí, puede que no. Pero tener la anulación me aporta la paz de saber que es posible y que no tengo que preocuparme sobre la validez del anterior matrimonio. Ojalá el papa Francisco hubiera dicho más sobre esto en Amoris Laetitia, pero es bueno que haya reformado el proceso. Al hacerlo más fácil, la gente tiene menos miedo de intentarlo y, además, siempre aproxima a las personas heridas con la gracia.