Cómo un sencillo payaso es capaz de hacer historia
El mundo del circo ha resultado en ocasiones más fascinante cuando se ambienta alguna historia en el mismo que casi muchas de las funciones a las que se puede asistir como espectador. Así incluso se ha inmortalizado una forma de referirse al circo mediante el título de una película sobre sus entresijos, “El mayor espectáculo del mundo” (Cecil B. De Mille, 1952) aunque a veces son historias más cercanas,más pequeñas, las que contienen una inabarcable dosis de humanidad.
La propuesta de “Monsieur Chocolat” (en la versión española, curiosamente, se ha añadido el “monsieur” ausente en el título original) busca más que la grandiosidad de De Mille la intimidad de una aproximación a cómo un sencillo payaso es capaz de hacer historia desde su humilde condición en varios sentidos.
Por un lado el elemento racial nos habla de cómo el color de la piel (al que inevitablemente alude el “chocolate” del título) marca una diferencia. Y es que el Chocolat del título fue el primer negro que en la Belle Epoque trabajó como personaje en el circo galo, siendo tan relevante que incluso sirvió de inspiración a ilustradores que inmortalizaron aquella época como Toulouse Lautrec en sus inolvidables carteles. Incluso participó en algunas de las primeras películas dirigidas por los hermanos Lumiere.
Pero por encima de ello Chocolat, en conjunción con su compañero Foottit, sentó las bases del clásico tándem cómico del circo, el payaso Carablanca y el payaso Augusto. El blanco y el negro, el triste y el alegre, el listo y el tonto… el día y la noche, el bien y el mal… la pista central como escenario del eterno conflicto entre los opuestos, escenificado en forma tragicómica cuando el protagonista pasa de asustar a los espectadores por su fiero aspecto a arrancar la sonrisa sin más maquillaje que su propia piel.
“Monsieur Chocolat” nos muestra, de esa forma tierna y detallada de la que en ocasiones parece que sólo el cine francés es capaz, la odisea personal de quien nacido en tierras remotas (Rafael Padilla, su nombre real, nació en Cuba en 1865) llegó a Europa de niño en un viaje a la inversa de quienes buscaban fortuna en las Américas, y tras pasar por infinidad de oficios en España (limpiabotas, minero, sirviente…) llegó a escabullirse del anonimato para conocer la fama mientras revolucionaba el circo.
La película acumula momentos que podrían llegar a ser dramáticos aunque no abunda en el dolor y en su lugar apuesta por despertar la sonrisa en el espectador mediante el recurso a la comedia que discurre con acierto en medio de situaciones que nos recuerdan la problemática social, laboral y humana del maravilloso mundo del circo, amargo a veces como sólo podemos imaginar desde fuera y desde la distancia del tiempo.
Dado que estamos en una película eminentemente circense y de ambientación histórica en torno al cambio de siglo del XIX al XX hay que destacar no solo la cuidada ambientación y el excepcional diseño de producción sino muy especialmente un homenaje al origen (como no, circense) de lo que posteriormente popularizaría en el cine Charles Chaplin con su personaje de Charlot. El personaje de Footit sorprenderá en sus apariciones y quizá redundará en ese propósito que sin duda esconde la película de reivindicar los orígenes injustamente olvidados de la comicidad y la diversión en un espectáculo que está en el origen de mucha de la diversión que debidamente adaptada a otros medios nos ha llegado al presente.