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Fratel Biagio: una caricia de Dios a Palermo

Jorge Martínez Lucena - publicado el 02/05/16

No es exactamente un biopic, sino más bien una ensoñación

El cine está hecho del material de los sueños; siempre ha sido así. Pero la creación audiovisual de nuestros tiempos tiene una clara autoconciencia de ello. Por eso hoy son moneda corriente las películas en las que la frontera entre la realidad y la ficción se muestra difusa. Los espectadores contemporáneos disfrutan y se reencantan con el simulacro, con la ambivalencia de lo real y lo imaginario, con la historia verdadera que se deja colonizar por el narrador, con el relato imaginario irradiado por su relación con el mundo fáctico.

Fratel Biagio es un personaje real, aunque imposible. Es un hombre que, junto a su pequeña comunidad de consagrados y a Don Pino Vitrano, un sacerdote salesiano, ha creado y dirige una obra desproporcionada, destinada a los excluidos de nuestra sociedad. En su ciudad, Palermo, como en el resto de Sicilia, es considerado un santo que todavía no ha muerto, que vive la vida eterna aquí y ahora, dándole a los pobres, y a cualquiera que se acerque a verle, la posibilidad de tocar con sus propias manos la textura del paraíso.

En su largometraje Biagio (2014), Pasquale Scimeca podría haber caído en la hagiografía fácil, cargada de momentos épicos y sugestivos para un espectador católico que confirmase así, sin ningún trabajo de cambio personal, sus creencias. Sin embargo, coherente con el cine comprometido, Marcello Mazzarella, actor principal y guionista junto a Scimeca, han querido que la forma de este biopic tuviese claramente que ver con su protagonista, un hombre de nuestro tiempo.

Para ello han inventado una trama en la que se parte de un narrador ensoñado, que resulta ser un anciano director de cine y que pone en juego sus deseos y aspiraciones más personales, dando así inicio al relato de la conversión de Biagio, que, al final de la película, con toda su fragilidad, aparece como el cicerone del cineasta en la búsqueda de la alegría y de la paz. Como este mismo reconoce, cuando era niño quería hacer un filme que salvase a quien lo viese, y hasta el momento, le reconoce a Biagio, no lo ha conseguido.

En la hora y media de metraje se nos presenta la primera parte de la vida de Fratel Biagio: un chico de familia burguesa de Palermo que se siente culpable por el olvido de los más pobres. Mientras en su casa se tira comida cada día, en las calles hay gente abandonada a sí misma y a sus malestares, sin apenas algo que comer o un techo bajo el que poder resguardarse.

Al llegar a la vida adulta, en lugar de seguir trabajando en la empresa familiar, como su padre pretendía, Biagio le da espacio a su inquietud y eso genera toda una serie de enfrentamientos con su entorno. Cada vez se siente más solo. Entra en una especie de estado depresivo que lo lleva al ayuno, en solidaridad con los que no tienen, y al aislamiento en la casa de campo de sus padres, para leer y meditar, lleno de una creciente angustia.

Decide abandonarlo todo de un modo radical. Se adentra en las montañas sicilianas y desaparece en el bosque. Quiere encontrarse a sí mismo y a Dios, si es que existe, despojándose de todo, integrándose de nuevo en la naturaleza. Allí se alimenta de hierbas y frutos. Siente en todo momento la mordedura del hambre. La relación y el trabajo con una familia de pastores le permite subsistir. Cuando llega el invierno y la nieve, perdido en la montaña, está a punto de morir congelado. Le salvan la vida in extremis y lo llevan a recuperarse al paupérrimo monasterio franciscano de San Bernardo de Corleone, un pueblo asolado por el mal de la mafia.

Allí conoce a hombres que viven enfundados en un sayo, que simboliza su pobreza, descalzos para no perder el contacto con la tierra, ayunando para recordar a quien les da los alimentos. Uno de ellos le dice que estaría dispuesto a morir por una caricia de Dios. El espectador se da cuenta, entonces, de que Biagio ha encontrado lo que andaba buscando toda la vida: la locura de Dios.

Con esta nueva claridad en la mirada y ya repuesto, inicia su peregrinación hacia Asís, donde va a ir conociendo a los que se van a convertir en sus hermanos, los sin techo. En ellos va a descubrir su vocación, que hoy muestra sus frutos diseminados por Palermo, una ciudad herida a la que Dios ha querido regalarle esta caricia.

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