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El amor en clima frío: The Girlfriend Experience, o cuando el sexo significa dinero

Hilario J. Rodríguez - publicado el 29/04/16

No existe ningún documento sobre la cultura que no sea al tiempo un documento sobre la barbarie. WALTER BENJAMIN

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Hace unos cuantos siglos, Don Quijote salía de su biblioteca con intención de conquistar una realidad que finalmente acababa conquistándolo a él, pero que al mismo tiempo lo convertía en el último (o el único) héroe posible. Sus sueños desmedidos, habitados por gigantes y doncellas, le jugaban una mala pasada porque en el fondo nadie, ni siquiera Sancho pese a su buena voluntad, le reía las gracias cuando él pretendía «desfacer entuertos».

La misión imposible de Don Quijote consistía en devolvernos el control sobre las imágenes, dejando de lado aquellas en las que solemos reconocernos y buscando imágenes que nos reconozcan. No iba en pos de la realidad, intentaba transformarla. Quería transformarnos, para dejar de ser grises habitantes de Castilla-La Mancha, que a lo máximo que podemos aspirar es a no molestar si no nos salimos del guion de una película sin final feliz, y lanzarnos a los caminos en busca de aventuras. Por desgracia, él solo contaba con hidalguía y encanto, le faltaba nuestro apoyo, y sobre todo le faltaba dinero para conseguir sus propósitos.

A quien no le hace falta nuestro apoyo y le sobra el dinero que le faltaba a Don Quijote es al personaje sin nombre de la novela Residuos de Tom McCarthy. No sabemos quién era, hasta que un objeto no identificado y caído del cielo lo deja temporalmente en coma, se despierta, le indemnizan con ocho millones de libras esterlinas, y a partir de entonces escenifica la realidad, comprando edificios o contratando a gente que no le haga sentir extraño, en un juego en el que muy pronto asoman las costuras de los deseos, porque no todo se puede falsificar sin que se caigan nuestras máscaras, sin que caiga la máscara de esa realidad que nos saluda cada mañana aunque en el fondo no sepa quiénes somos ni cuáles son nuestras necesidades.

Christine (Riley Keough) en The Girlfriend Experience no es una encarnación femenina y moderna de Don Quijote, es tan solo una estudiante de derecho sin relaciones afectivas y con todo el mundo por delante. Eso le permite seguir los pasos de su amiga Avery (Kate Lyn Sheil) y asociarse con Jacqueline (Alex Castillo), para convertirse en una GFE, una actriz capaz de compartir experiencias emocionales y sexuales con clientes bastantes ricos, a los que no les importa que les mientan, quizás porque ya no saben qué es la verdad o la mentira en el terreno de los sentimientos, adonde solo pueden asomarse esporádicamente, un par de veces al mes, porque consumen la mayor parte de su tiempo amasando pasta.

«Es dinero, por eso lo llaman dinero», diría David Mamet. Nuestra protagonista no necesita decir nada, es fácil adivinar que ella también profesa ese credo, en su caso de una manera fundamentalista, por encima de todo y de todos, por encima de sus amistades y sus jefes y su familia. Las pocas veces que apuesta por alguien se equivoca.

Se equivoca con Avery cuando le cuenta una milonga sobre Jacqueline, y se equivoca con Jacqueline cuando sospecha que ella pueda haberle tendido una trampa para dejarla sin nada. También se equivoca con su jefe (Paul Sparks) en el bufete de abogados donde hace sus prácticas como pasante, que es un ser humano imperfecto que, al menos, intenta no convertirse en un monstruo en todas las esferas de su vida y que, gracias a nuestra heroína, pierde su trabajo, no por sus tejemanejes, sino por la habilidad de Christine para presentarlo como un prevaricador en un intercambio sexual buscado por ella y para convertirlo en el malo de un litigio donde -como se suele decir- nadie conoce a nadie.

A Christine le interesa la pasta, el millón de dólares que consigue gracias a un abogado a quien antes le ha proporcionado sus servicios, no porque quiera jubilarse de forma prematura, a los veintitantos, sino porque quiere un piso mejor situado, amueblado y aséptico, en el cual su aislamiento sea cada vez mayor, mientras su capacidad para jugar cada vez más fuerte en su negocio crece al mismo tiempo que crece la inquietud del espectador.

En realidad, Christine no es un personaje (porque ella misma se encarga de romper progresivamente sus lazos afectivos, hasta culminar la tarea con el envío masivo de un vídeo en el que se la ve en una de esas complicadas posturas que ninguno de nosotros podría explicar de forma convincente si se hicieran públicas nuestras fantasías sexuales). Quien la considere un monstruo se equivocaría porque su existencia se debe a quienes reclaman sus servicios.

En todo caso, es un síntoma. Como personaje, está clínicamente muerta desde el momento en que su profesión, centrada en su capacidad para fingir sin sentir, la cosifica hasta tal punto que unos episodios más nos habrían aburrido.

En ese sentido, la serie tiene un equilibrio perfecto: trece episodios de medio hora de duración cada uno. Un pequeño libro de relatos con un mismo fin: poner de manifiesto la imposibilidad de lo real, sus equívocos, sus desvíos, sus zonas más oscuras, como un producto de nuestras fantasías. Don Quijote creaba mundos con sus desatinos, nosotros creamos Christines con nuestro dinero.

La serie tiene su origen en la película del mismo título que Steven Soderbergh rodó en 2009, aunque toma una inesperada posición ante ella porque, en lugar de ampliar todas sus intersecciones narrativas y hacer uso de su contexto (en los momentos de mayor incertidumbre de la crisis económica), la deconstruye y la despoja de su conexión con la realidad para centrarse en el personaje de Chelsea.

Quizás lo que pretende es renunciar a la realidad y crear la suya propia, mucho más estilizada. Para empezar, la serie no necesita a una profesional de verdad como Sacha Grey en la película. Tampoco necesita sumergirla en el clima de ansiedad propiciado por la crisis, evitando así cualquier posible determinismo sociológico o psicológico.

Esa elección le permite centrarse en un plano más cercano a la fantasía, que es lo que seguramente mueve en la realidad a quienes venden y pagan por servicios relacionados con el fingimiento. Un tipo de fantasía relacionada con el dinero. La fantasía que permite vender y comprar cariño, atención o sexo, alguien con quien tomar unas copas e ir al cine, todo ello sin las crispaciones de la vida diaria, llena de ruido y furia.

Sacha Grey en la película de Soderbergh quería consejo para diversificarse. También ella se veía amenazada por la ansiedad de sus clientes, preocupados por el posible alcance de la crisis cuando tan solo estaba comenzando. Por eso le daba vueltas a la idea de abrir una boutique, contaba su vida para que un periodista escribiese «la noticia del año», entraba en contacto con un proxeneta especializado en Arabia Saudí, porque allí los servicios sexuales de una occidental se cotizan mucho más, y rompía con su novio en cuanto un guionista bastante famoso le ofrecía pasar un fin de semana con él, un gesto que ella interpretaba como una muestra de amor.

Desgraciadamente, nada le salía bien. Le mentían, la ridiculizaban en la prensa, tenían relaciones sin pagarle y sin permitirle hacer realidad sus sueños mercantiles en Oriente, el guionista le daba plantón, y su novio se iba a Las Vegas en busca de «verdadero amor».

Christine no pasa por un rodillo tan cruel. Es solo una mujer caprichosa a la que no le no llega con el dinero que le mandan sus padres para pagar sus estudios de derecho, porque le gustan la ropa cara y los buenos restaurantes. No le importa irse de copas sola y elegir a sus ligues, a los que les gusta dar instrucciones antes de ponerse a la tarea… Si Christine cupiese en el título de una canción, sería en I´m a Rock de Simon & Garfunkel.

Los distintos episodios de la serie van poniéndola en situaciones complicadas, para justificar el «to be continued» final, aunque lo cierto es que nunca le suceda demasiado, al menos algo irremediable como a otros seres humanos. Si le falta pasta, la consigue; si pierde su trabajo como pasante, la indemnizan con una pasta gansa; si alguien la traiciona, desaparece; si su madre se muestra enojada cuando ve un vídeo en el que su hija mantiene posturas gimnásticas bastante comprometidas y acompañadas de un lenguaje soez, que le pueden dar morcilla… Christine es una roca. Una roca.

Le va la marcha, la pasta, el lujo, el control e incluso el peligro. No tiene sentimientos como los de cualquier ser humano, tiene deseos. De vez en cuando queda con su hermana, que es psicóloga, y le pregunta si es una sociópata, aunque en el fondo quizás ni siquiera le importe demasiado. En su vida no hay ataduras. Los personajes se deslizan a su lado, y lo único a lo que parece darle importancia es que un cliente a quien le gusta charlar sobre películas y salir de compras la haya cambiado por otra, porque en el fondo Christine humanamente no es capaz de satisfacer ni siquiera a quienes no pueden o no saben establecer relaciones sanas, en las que el dinero no compre a los demás.

The Girlfriend Experience podría dar la sensación de ser una serie de ciencia ficción, sobre un ser de otro planeta, si no fuese por su inquietante precisión para describir, de forma oblicua, la extraña red de relaciones que acabamos de establecer en nuestro mundo, poblado por millones de zombis emocionales. Pagamos para conectarnos unos con otros, y el dinero se ha acabado convirtiendo en el vínculo que de verdad nos une a unos y a otros.

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