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¿Sabías que existe un arte marcial tipo «Aikido», pero cristiano?

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Louis Charles - publicado el 28/04/16

¿Amar a los enemigos? ¡No es fácil, cuando tu enemigo te está dando patadas!

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El systema (o “sistema” en ruso) es un arte marcial inventado por los militares rusos –así que, a priori, ¡nada de poetas!– cuyo fundamento se encuentra en la economía de los movimientos y calma de espíritu incluso durante la confrontación. En este sentido, presenta sorprendentes similitudes con otras artes marciales menos populares –incluso minusvaloradas– entre especialistas en materia de seguridad, como el aikido, tai chi chuan y, en general, la familia de las llamadas artes marciales “internas”.

Todo se basa en el entrenamiento y el control de la respiración. La respiración es la que debería ayudar a disipar el dolor, soportar los golpes, escapar del “efecto túnel” para permanecer plenamente consciente del entorno y continuar en buena disposición psicológica y fisiológica para poder resistir más. El systema no trata de controlar el curso caótico del combate, sino más bien navegar por las energías que se despliegan de manera anárquica, a semejanza de un planeador o un dirigible que atrapa las corrientes de aire ascendentes y juega con ellas para ir donde desea. El uso adecuado de la respiración y la preferencia que se le da a esquivar los impactos frontales no son, en sí mismos, ninguna novedad. Nada nuevo bajo el sol de las artes marciales. Nada que distinga al systema de otras artes orientales. Pero el hecho es que la originalidad del systema no está aquí.

La verdadera diferencia es que, contrariamente a otras artes marciales, no hay casi ninguna técnica que aprender: ¡eso es lo que hace que sea interesante! No aprendemos ninguna técnica específica, sino los principios relacionados con el combate que desarrollan nuestra capacidad de improvisación en cualquier circunstancia. Los golpes son relativamente libres y no hay posturas ni secuencias predefinidas. Sólo la velocidad del ejercicio varía en función del nivel de los combatientes. Poco a poco se van descomponiendo los ataques reales y luego se va aumentando la velocidad de ejecución.

Aceptar la realidad de uno mismo para (re)conectar con la realidad

En la mayoría de las artes marciales, tratamos de evitar los golpes, esquivándolos y bloqueándolos. Partiendo del principio de que hay menos disgusto en dar que en recibir, se busca dar golpes y no recibirlos. En cambio, rara vez se enseña a gestionar los golpes que se reciben.

Uno de los métodos es el de soportar el dolor, endurecer deliberadamente el cuerpo y fortalecer ciertas partes, como en el boxeo tailandés o el karate kyokushinkai. Pero, además de que estas prácticas son destructivas y quizá y sobre todo ilusorias, sólo protegen contra los golpes que se han anticipado. Las armaduras de carne y hueso torturados sólo protegen unas partes del cuerpo. Es el mito del elixir de la invencibilidad. Sin embargo, la realidad es que todos somos vulnerables y que el elixir de la invencibilidad no existe.

No obstante, lo implícito en este mito es que hay escuelas de artes marciales que sí prosperan. En cierto sentido, es bastante comprensible: cualquier ser humano normal tiene miedo de los golpes y siente una mezcla de cólera y humillación cuando los recibe. Sin embargo, pretender ser capaz de esquivarlos no es más que una ilusión diseñada para enmascarar nuestro propio miedo, una mentira que nos contamos para tranquilizarnos. La realidad es mucho más prosaica.

La triste realidad es que incluso el mejor luchador del mundo recibe golpes durante un combate. Nadie puede evitar todos los ataques, sobre todo cuando uno está siendo atacado por varios asaltantes. Ciertamente, Bruce Lee era un genio de las artes marciales y los combates que exhibía en sus películas aún hoy en día no tienen igual, pero se trataba de luchas coreografiadas y puestas en escena, para el cine, ¡no combates reales! Sin embargo, la mayoría de las artes marciales guardan silencio sobre esta realidad.

La particularidad del systema es comenzar, paradójicamente, por aprender a recibir los golpes. La idea es partir de la realidad y la realidad es que ser capaz de domesticar el dolor y el miedo al dolor es la clave de todo. No se trata de endurecer los miembros, de aprender a recibir pasiva y estoicamente ni de hacer retroceder aún más los límites del dolor. No se trata ni de buscarlos ni de huir de ellos, sino de aprender a recibirlos y a acompañarlos amablemente hacia la salida.

Para ello, primero debemos aceptar el mirar a la realidad de frente y, por lo tanto, el mirarse a uno mismo a la cara. Hay que tomar consciencia de la existencia de esos bloqueos psicológicos, ya que ellos son el origen de los bloqueos físicos y la rigidez que nos hacen aún más vulnerables en una situación de agresión.

Domesticar el dolor y el miedo al dolor

La única manera de no quedar paralizado por el miedo a ser golpeado y así amortizar el potencial de fuerza es aprender a respirar constantemente, incluyendo especialmente durante el transcurso de la acción. En el torbellino infernal donde el miedo nos arrastra a una tensión que, a su vez, refuerza el miedo, la respiración es la que puede romper el círculo vicioso. La respiración es de hecho el recurso natural más útil y más fácil de movilizar.

Por ello el systema comporta una gran cantidad de ejercicios de recepción de golpes usando la respiración. La cuestión no es curtirse, es decir, acondicionar el cuerpo y la mente para hacer frente a los horrores de la guerra, sino el recibir los golpes absorbiéndolos con un movimiento circular para hacerlos salir con la expiración. La inspiración permite recibir la violencia de un golpe y la expiración permite expulsar el dolor. La alternancia de las dos sirve para dar salida a emociones como el miedo, la ira y la autocompasión.

Yo mismo lo he experimentado personalmente. Fue durante un ejercicio de tres minutos que consistía en respirar con calma al tiempo que se absorben los golpes. Tenía miedo antes de empezar, pero en lo que experimenté mientras me concentraba exclusivamente en la regularidad de la respiración no había resto de dolor: se había marchado.

Fuera causa o consecuencia, mi mente estaba demasiado ocupada como para que mi imaginación anticipara los golpes o como para conservar el rastro del dolor en la memoria una vez que ya era eliminado. Pude verificar por mí mismo que la imaginación crea el miedo, que el miedo engendra la rigidez y que la rigidez amplifica de tal modo la violencia del impacto que, en cierto sentido, es ella la que crea el dolor. El miedo crea el dolor en la medida en que transforma en dolor aquello que comenzó como una corriente de energía inesperada.

Sin embargo, esta toma de conciencia es sólo la de un principiante. Todavía soy incapaz de mantener esta actitud interior en cualquier circunstancia, especialmente en caso de agresión, pero ahora sé por experiencia que es posible. ¡Mejor! Después de aquellos tres minutos mi cuerpo tenía marcas, pero experimentaba un estado de bienestar incongruente e inesperado, como si acabara de salir de una sesión de masaje.

Ahora bien, aquí está la otra experiencia fundamental relacionada con systema: con una buena disposición interior, la frontera entre el dolor y el placer se difumina. Descubrimos esta increíble paradoja, la de la existencia de unos golpes “benévolos” que relajan en lugar de crear tensión. Este es el principio de masajes rusos que practicamos en systema. Algunos golpes se dan para suprimir o reducir estas tensiones. Estos golpes, muy específicos, reaniman a la persona que los recibe, aumenta la circulación sanguínea, le aporta una sensación de calor y elimina las tensiones.

El systema no consiste sólo en oponerse a la fuerza usando la flexibilidad como en el judo o aikido, sino en ser libre en el propio cuerpo y en la mente para adaptarse en tiempo real las situaciones inesperadas, impredecibles y cambiantes. Esta es la razón por la que systema no pretende enseñar ninguna técnica, puesto que, como con cualquier caja de herramientas, cualquier repertorio de técnicas es necesariamente limitado. Contendría un número finito de soluciones, mientras que la variedad de los problemas potenciales es infinita. Al dotarse de un arsenal de técnicas, uno se impone un marco técnico, es decir, se cierra y se atrapa en un cuadro fuera del cual se encontraría desprovisto cuando la situación no es la adecuada, sobre todo si uno es atrapado por sorpresa y queda paralizado por el estrés.

Pero la vida y los acontecimientos, por naturaleza, no suelen desarrollarse conforme a lo que tenemos previsto. Como decía John Lennon: “La vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Think out of the box, es un excelente consejo, pero la probabilidad de tener éxito en ello es muy poca si la lucidez está enturbiada y la capacidad de iniciativa obstaculizada. Por el contrario, el systema intenta colocarnos en la mejor disposición posible para poder improvisar a partir de la realidad concreta que se nos impone.

Libre del miedo

En efecto, la condición de estar relajado –y, por definición, no se está relajado cuando se está siendo agredido– es la que permite la reacción puesto que, paradójicamente, el agresor mismo ofrece la solución para su ataque. Por contra, toda proyección, toda anticipación, toda previsión nos hace abandonar el momento presente. El cerebro analítico retoma el control pero, cuando se ve desbordado, nos priva de toda capacidad de improvisación. El pensamiento analítico se basa en experiencias ya conocidas y saca conclusiones estandarizadas que bloquean la creatividad.

La solución está en la receptividad que permite percibir la interacción de las fuerzas presentes: las de nuestro cuerpo, pero sobre todo las del cuerpo de nuestro agresor, sus zonas de bloqueo y sus desequilibrios. Esta receptividad no debe confundirse con la pasividad. No se padece en los acontecimientos, todo lo contrario, tomamos la iniciativa desplazándonos de forma preventiva –sin tratar de salir huyendo– y siempre respirando con regularidad para mantener los músculos y el cerebro ventilados. Sólo en estas condiciones, y con entrenamiento –porque, para mostrar tal receptividad en el momento, debe haberse desarrollado previamente–, la solución para la agresión llegará de forma natural.

El motivo por el que systema no propone ningún entrenamiento fijo o combinaciones de movimientos es que una agresión –al igual que cualquier tipo de catástrofe o crisis sistémica– es impredecible. El systema no enseña posiciones de combate, sino a combatir en cualquier posición, te permite golpear en ángulos extraños, a sonreír en el combate en lugar de adoptar una expresión feroz y contrahecha.

La pedagogía de los entrenamientos se basa enteramente en la respiración, la relajación, en la desaceleración de los movimientos en lugar de la velocidad, puesto que la lentitud es capital para progresar. Sólo controlando el flujo de la batalla a velocidad lenta se puede despertar la sensibilidad y la conciencia de lo que realmente está pasando en el momento de la confrontación. Sólo la lentitud permite percibir el movimiento, la distancia y las diferentes opciones que no son evidentes a la vista. El desafío es desarrollar una inteligencia situacional –es decir, la intuición– en lugar de buscar el rendimiento inmediato. Esto se manifiesta gracias a un entrenamiento, a un trabajo efectuado a una velocidad reducida.

Es una forma de soltar lastre que no pretende sistemáticamente ahorrarse el dolor, sino reducir considerablemente las consecuencias, la intensidad y el alcance. Es una manera de dar la bienvenida al dolor para expulsarlo mejor, de aprender a manejar el dolor y a no tener miedo a sentirlo; así se preserva la integridad emocional y la autoestima, tanto en la derrota como en la victoria.

La progresión en systema depende directamente de nuestra libertad interior. En systema se progresa a medida que se desarrolla la capacidad de comprender y tomar decisiones rápidamente. Para ello primero tenemos que deshacernos del estrés y el exceso de tensiones, para sentirnos cómodos y así aprender a respirar correctamente. Para conseguirlo es necesario habernos liberado previamente de todos los obstáculos que nos impiden encontrar la conexión con nuestro compañero: nuestros miedos, dudas, tensiones, certidumbres, prejuicios, nuestro ego, nuestras comparaciones, nuestro perfeccionismo o nuestra voluntad de ganar.

No obstante, esta libertad interior tiene que pasar antes por una conversión del corazón.

De la conversión del corazón a la conexión con el agresor

Para adquirir esta libertad interior hay que dejar de ver el golpe como una agresión –aunque se trate de eso, objetivamente– y verlo como una transferencia de energía que nos ha alcanzado por error: ¡y a la recepción, devolver al remitente! Esto significa que el atacante debe terminar con aquello que nos dio, como una pelota de goma lanzada con todas las fuerzas contra una pared sólida y que rebota de inmediato contra el lanzador sin que éste pueda evitarlo. De una forma comparable nuestro cuerpo puede devolver la energía, con la condición de permitir que circule hasta regresar al asaltante según ciertas modalidades –¡de vectores de fuerza!– que le resultarán muy difícil, si no imposible, de evitar.

Pero para lograrlo primero hay que cambiar la disposición interior, cambiar el punto de vista que tenemos sobre nosotros mismos y sobre los demás, es decir, convertir el corazón.

En efecto, el miedo produce rigidez, la confianza engendra fluidez. A menudo, hay personas que, estando ebrias, han salido relativamente indemnes de una refriega, porque no tenían suficiente miedo como para dañarse a sí mismas luchando contra la energía cinética: las costillas flexibles absorben el impacto de los golpes, mientras que si los músculos están tensos, las costillas se quiebran con el impacto y pueden originar una perforación de pulmón.

La verdad es que a menudo nos hacemos daño a nosotros mismos por querer controlarlo todo de forma voluntaria e ilusoria, en lugar de aprovechar las ventajas de las fuerzas presentes. La misma ola que vuelca un yate y lo inunda, permite a un surfista avanzar con el mínimo esfuerzo y un máximo de relajación y de energía. Un cuerpo flexible puede absorber un estrés mucho mayor que un cuerpo rígido por el miedo. Cosechamos lo que sembramos y si sembramos miedo, cosecharemos dolor.

Para ello primero tenemos que renunciar a ver el mundo en términos de victorias y derrotas, sino como una circulación de flujos de energía, a menudo mal orientadas. Hay que renunciar a ver el mundo en términos de rendimiento y verlo en términos de relaciones.

El objetivo es lograr considerar la agresión física exactamente como consideramos un accidente de tráfico. Haremos todo lo posible para evitarlo, para anticiparlo, para dar un buen volantazo en el momento preciso y para frenar a tiempo. No sufriremos, sino que adoptaremos medidas porque habremos desarrollado una inteligencia adaptada a este género de situaciones –al menos así lo demuestra el permiso de conducir– y buscaremos jugar con las diferentes fuerzas presentes, igual que manejamos la palanca de cambios, pero nunca tomaremos un accidente como una afronta personal, como una degradación de nuestro valor, un atentado contra nuestra dignidad ni contra nuestro ego.

Si hay victoria, no será sinónimo de humillación. La sumisión y la fuga necesariamente entrañan una degradación de la autoestima, pero nosotros habremos huido de esta sensación, porque, sea cual sea el resultado, no sufriremos, no nos sentiremos paralizados por el miedo ni por el dolor. Incluso habiendo perdido físicamente, saldremos ganadores emocionalmente, ya que habremos escapado de la trampa de la rivalidad mimética, según lo expresa el filósofo René Girard.

No habremos considerado el enfrentamiento como una competición, ni como un juego ni una derrota y, por esta misma razón, no nos hundiremos en el agotamiento, la autocrítica o los recuerdos traumáticos. Porque previamente habremos renunciado a la lógica del honor y del rendimiento. En caso de victoria habremos conservado la integridad física, pero sobre todo la emocional, porque no habremos intentado extraer la fuerza y la energía del miedo y la ira.

La lógica de systema es una lógica cristiana

Evidentemente, para practicar el systema no es necesario creer en Dios, ni tampoco creer en que Dios envió a su Hijo para redimir nuestros pecados y que luego murió y resucitó al tercer día, conforme lo recogen las Escrituras. No se exige ningún certificado de bautismo en la inscripción.

Sin embargo, si damos por válido admitir que la fe cristiana no es principalmente un conjunto de dogmas o un juego de la oca de los sacramentos (“Yo llegué hasta la confirmación”), sino un movimiento de conversión del corazón y una peregrinación terrestre a través de la cual nos transformamos progresivamente hasta estar en condiciones de encontrarnos con ese Otro que nos espera al final del camino, entonces creo que podemos afirmar con tranquilidad que la lógica del systema es una lógica profundamente cristiana.

Claro, el que su país de nacimiento fuera Rusia, país ortodoxo por excelencia, y no un país asiático de cultura budista, no es una coincidencia. Ciertamente, el systema se basa en la respiración, la renuncia a la voluntad de poder, al orgullo y a la ilusión de que uno puede escapar del sufrimiento. No hay ni rangos ni atuendos específicos, lo que permite dejar los egos en el vestuario. Sin embargo, lo que caracteriza al systema es el principio de conexión o la opción de no romper la relación con los demás con el pretexto de que nos agreden. El principio de conexión es la caridad en acción.

Es una especie de oscilación interna que entra en sintonía con el agresor. Una oscilación que se obtiene tras haber quedado emancipado del miedo, del miedo al dolor y del miedo a perder la honra. Es el único precio a pagar para entrar en conexión con el prójimo. Desde ese momento nos convertimos en una sombra y coordinamos los movimientos con los de los demás, de forma que en la comunicación de ese dúo ambas partes reciban el mismo flujo de energía que enviaron, a través de movimientos fluidos y armoniosos. Ninguna situación volverá a provocar vergüenza. Ya no habrá sorpresas, estaremos simplemente en el lugar adecuado y en el momento adecuado. Los golpes liberados son pesados, profundos y relajados, los puños se posan de forma natural en las zonas de tensión del adversario.

Establecer una conexión, sin embargo, supone soltar el lastre, dejarse ir, dejar la iniciativa al otro… con el riesgo, claro, de dejar que el otro nos sorprenda. Esto implica armonizar nuestra atención para comprender mejor las intenciones y franquear las distancias de seguridad para estar verdaderamente presentes. Un poco como cuando se dice que hay que tener cerca a los amigos, pero aún más cerca a los enemigos.

Es una manera de mirar el mundo con benevolencia que se basa en la confianza: no proyectamos nuestros propios temores sobre el mundo exterior. Sin embargo, no se trata de ser ingenuos. Es incluso lo contrario a la ingenuidad, porque es una manera de estar en el mundo, de aceptarlo tal como es –y el mundo es violento–, pero sin aprobar esa violencia. Es una manera de reconciliarse con el mundo y de amarlo sin defenderlo ni criticarlo. Establecer la conexión es aceptar el riesgo de esa misma relación con alguien que, a priori, no nos desea nada bueno.

Pero en el fondo, ¿no es esto otra cosa que amar incluso a nuestros enemigos?

Nota Bene: Todos aquellos que sientan curiosidad o escepticismo –y muy probablemente ambos a la vez– pueden aprender y, sobre todo, ver más en el sitio web (francés): www.globalsystema.fr. Sin embargo, las demostraciones de systema que se pueden ver en internet a menudo dejan muchas dudas, porque lo que sucede es en gran parte imperceptible a la vista, algo que, en el fondo, no tiene nada de sorprendente si admitimos que lo esencial es invisible a los ojos. Se trata de interacciones que pasan por muchas señales sensoriales más allá de la apariencia exterior. En cuanto a la vida interior, es sin duda una experiencia a tener en cuenta. Recomiendo encarecidamente hacer un curso de prueba, sin compromiso, para tener una impresión propia. Como dijo un célebre rabino palestino: “Venid y veréis”.

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