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Una historia extraordinaria de fe, amor y enfermedad

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Silvia Lucchetti - publicado el 23/04/16

La narración autobiográfica de una joven mujer que perdió al marido y con su muerte encontró a Dios

“La buena batalla” es el título del libro autobiográfico de Susanna Bo (Ediciones San Pablo), basado en la historia de Luigi, un chico fascinante, que se declara ateo pero que empieza a escuchar las catequesis del Camino Neocatecumenal, y de Susanna, una buena chica, estudiosa, pero distante y esquiva que, – a pesar de asistir a la parroquia – no siente que ama particularmente nada.

Todo esto “fotografía” el inicio de su amor, para luego desembocar en la enfermedad de él, y en los respectivos y particulares caminos de fe que representan la lente a través de la que se “lee” la historia de este encuentro. La historia se caracteriza por tonos que conmueven y, al mismo tiempo, hacen sonreír, y bajo la forma de un discurso imaginario que Susanna dirige a Luigi da un nuevo sentido a su vida juntos.

“(…) oí hablar de ti por primera vez (…) en segundo de preparatoria (…) Mis padres eran catequistas a todos los efectos. Normalmente, las tardes, cuando volvían, estaba aún despierta y me contaban cómo habían ido los encuentros, o cuánta gente había ido. (…) Le preguntamos a un chico: si se encontrara con un ateo y tuviera que explicarle el porqué cree en Dios, ¿qué le diría? Y él respondió. No le diría nada porque yo también soy ateo”. Había comenzado tu buena batalla. En ese entonces no podía saber que de ese ateo dependería mi vida futura.

Y, sin embargo, a pesar de no saber nada de ti, desde ese momento comencé a preguntar a manudo a mi madre por las catequesis”.

En este momento, el destino de los laicos, o mejor la Providencia, para quien cree, nos metió el pie.

“Mi parroquia, algún tiempo después de las catequesis, organizó un encuentro de jóvenes: Teresa y yo nos dedicamos a estudiar a los recién llegados, pero no encontramos a nadie digno de atención, a excepción de un chico alto, con una chaqueta azúl, que se sentó en la banca frente a nosotros. No estaba mal, de hecho. Tendría nuestra edad, quizá un par de años más. Lo miré mucho, esa tarde. Al volver a casa le pregunté a mi madre cómo se llamaba. “Se llama Luigi. Pero tú sabes quién es”. “¿Por qué?”. “Porque es el ateo”. Desde esa noche dejé de llamarlo ateo para llamarlo Luigi, un nombre que, sin embargo, no pronuncié a menudo los siguientes cinco años”.

Como sucede a menudo, el enamoramiento es cuestión de un momento y en el caso de Susanna fue en la Biblioteca municipal.

“Creo que siempre supe que el hombre de mi vida aparecería repentinamente en la penumbra de esa biblioteca y que, sencillamente, me diría: ‘hola Susanna’. (…) creo que siempre tuve la certeza, desde entonces: y es decir que, cuando hubiera encontrado a esa persona, me maldeciría a mi misma. Ciertamente, me maldeciría a mi misma por no haberme lavado el pelo antes de salir, por no haberme quitado las cejas, por no haberme puesto un poco más de desodorante. Madre mía, los brazos. Por alguna extraña razón, después de haberte visto comenzaron a sudar las axilas. ¿Es posible que el amor, que es un sentimiento tan noble y delicado, tenga que ver con la boca seca, el sudor y toda clase de líquidos orgánicos y olores para nada nobles y delicados? (…) Siempre pensé que eras un hombre muy guapo. Pero no me estabas pidiendo casarme contigo. Me habías invitado a dar un paseo”.

Ese momento representó al menos para Susanna el inicio del enamoramiento que progresivamente los involucró a ambos en una verdadera historia de amor. Durante este periodo Luigi sufrió las primeras cirugías en el cerebro por la presencia de un meningioma, un tumor benigno pero reincidente y, pocos meses antes de la boda, manifestó una grave crisis epiléptica mientras conducía el coche viajando con Susanna, que por primera vez se dio cuenta de la enfermedad de su futuro marido. La tarde anterior a la boda el padre, al notarla nerviosa, intuyó que tenía que ver con el fantasma del tumor de Luigi.

“¿Lo amas?” (…) Olvídate de la casa, el dinero, los invitados, yo, tu madre, tus suegros e incluso él. Olvídate de todo, por un segundo. Piensa sólo en una cosa: ¿lo quieres? ¿Amas a este muchacho?” (…) Y si en este momento decides que no estás segura recuerda que nadie, ni siquiera el Padre eterno, tendrá nunca el derecho de juzgarte. Pero antes de escoger responde a mi pregunta. Porque es seguro que sufrirás si te casas; pero si lo amas sufrirás aún más si no te casas. ¿Se curará? Lo esperamos. ¿No se curará? ¿Llegarás al punto de tener que limpiarle el culo? No te pesará, si lo quieres.

Te parecerá que limpias a tu hijo. No me se expresar, ustedes son los que han estudiado. Pero…en fin…me entiendes”. Sí, te entiendo. Había entendido perfectamente lo que había querido decirme. Y ahora dependía de mí entender qué quería. Dependía de mí. (…) Al día siguiente éramos marido y mujer”.

Tras una espléndida luna de miel, Susanna y Luigi empezaron su aventura de esposos que desde el principio tuvo que hacer frente a la salud precaria de él, cuyas manifestaciones fueron inicialmente interpretadas por la esposa como un escaso interés por ella y la vida de pareja.

Con poca distancia entre sí, nacieron sus dos hijas, mientras que la progresiva enfermedad de Luigi empeoró volviéndose necesarias más y dolorosas cirugías. Susanna vivió el drama de la enfermedad apoyando a Luigi bajo el perfil práctico y emotivo, pero desarrollando un sentimiento de rabia y de desconfianza en relación a Dios, aunque continuaba asistiendo a la comunidad y a recibir los sacramentos, en gran parte para complacer al marido. Al contrario de Luigi, aunque cansado y empobrecido en sus facultades por la enfermedad, refuerzó su relación con Dios rezando el rosario todos los días y dirigiendo constantemente la mirada a un gran crucifijo que quiso poner en la sala de su casa, venciendo así la resistencia inicial de la mujer a quien se le cayeron todas sus certezas sobre la fe. Cuando llegó el momento de la fase terminal de la enfermedad, vivida en el contexto de un hospicio, Susanna fue obligada a enfrentar la angustia del adiós.

“Los médicos me decían que te hablara. Que te tocara, que te hiciera sentir mi cercanía, pero no siempre lo lograba. A veces deseaba sólo que terminara todo lo más rápido posible. Mientras más me acercaba, menos lograba decirte adiós. Sólo la última tarde lo logré. Me acerqué a tu rostro y te dije que eras hermoso. Que eras maravilloso, que no pensaras que no eras bello porque era una tontería. Tenías que haber entendido lo que estaba por hacer, porque tuve la sensación clara que tus ojos me decían: “Pero, será posible”. Pero ya había bajado la cabecera de la cama, ya te había movido la bomba de morfina y mis piernas ya estaban arriba, y mi busto, y el brazo alrededor del tuyo, y me había pegado a tu espalda. Sabía que te quedaban pocas horas de vida, y quizá por este motivo pensé que si hubieras podido hablar me habrías dicho: “Oh finalmente. Has dedicado tiempo para entenderlo. Quería sólo algunas caricias. Como siempre lo habíamos hecho, antes de dormirnos. Ahora estoy contento. Ahora puedo irme a dormir”. (…) Las enfermeras del turno de noche me dejaron ahí, a dormir contigo. Al mediodía del día siguiente mi indio me dejó”.

Susanna al inicio del funeral tomó la palabra para recordar a Luigi y, aunque había pasado algún tiempo pensando y preparando el discurso, decidió improvisar dándose cuenta después de quién la había apoyado en ese momento.

“Cinco minutos después de haber terminado de hablar, no me acordaba ya de lo que había dicho; quizá algo sobre el hecho de no tener miedo. Porque en una altura de nuestra relación tuve mucho. Tuve miedo de que todo lo que habíamos esperado y creído en aquellos años no fuera verdad. Que no hubiera nada después de la muerte. Que la fe fuera una especie de chiste que se cuenta en los momentos difíciles, para levantar la moral. O un salvavidas medio inflado para hundirse menos rápidamente en la depresión. Pero me había equivocado, por suerte. Y lo dije, lo quise decir frente a todas esas personas, que la fe no es un chiste. Ni una mentira piadosa, como había pensado en algún momento. La fe es una realidad concreta, pero es sobretodo un don, y se puede pedir de una sola manera: orando. Como hiciste siempre tú. La última semana en Brescia me dije a mi misma que te ayudaría a creer en el Paraíso. Y sólo en tu funeral me di cuenta que fuiste tú en cambio, en diez años, quien me ayudó a mí. Y sentí que me ayudaste en el funeral, cuando hablé”.

“Lo que sentí mientras celebramos tu funeral fue algo similar a una resurrección. No se cómo decirlo de otra manera: me sentí feliz. Es realmente difícil describir la alegría pura. Es como intentar describir un pastel y su delicioso sabor. Lo ideal sería probar una rebanada. Quizá por eso me sentí así: porque, al no poderme describir el Paraíso, decidiste darme una probada”.

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