La venerada basílica siempre ha sido patrimonio administrado por el Estado, pues es anterior a 1992, fecha del ConcordatoLa noticia ha sido coloreada con ribetes de guerra cristera: el gobierno mexicano, encabezado por un presidente (Enrique Peña Nieto) emanado del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se toma la revancha de los “agravios” de la Iglesia católica al Estado laico y nacionaliza la Basílica de Guadalupe.
Dicho de esta forma, la imaginería histórica, a la que son tan dados los analistas mexicanos, encuentra camino. Fue el fundador del PRI, allá por el mes de marzo de 1929, el general Plutarco Elías Calles, principal perseguidor de los curas, el que definió el destino laico de México, en concordancia con las Leyes de Reforma, dictadas por Benito Juárez en los años 50 del siglo XIX.
Indudablemente, algo de resquemor, recelo y simulación habrá en el fondo del proceso administrativo mediante el cual el santuario mariano más visitado del mundo (con 22 millones de peregrinos anuales), la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe, con su Plaza Mariana y anexos, pasará a ser resguardada por el gobierno federal y será patrimonio de la nación.
Pero éste será –ya lo era, nada más se formaliza– patrimonio administrado por el Estado, como todos los templos construidos en México antes de julio de 1992, cuando el régimen del liberalismo económico del priista Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), para legitimar su ejercicio en el poder, decidió “reconocer” la existencia de la Iglesia católica de México.
Ese “reconocimiento” tuvo como base legal la promulgación del Artículo 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos –Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público– que establecía una suerte de mediatizado “borrón y cuenta nueva” en las relaciones entre el Estado mexicano y la Iglesia Católica.
Entre otras cosas, se “reconocía” que la Iglesia, a partir de ese momento, podía tener patrimonio propio. Y que los templos erigidos desde 1521 a 1992 (entre ellos la Basílica antigua, de 1771, y la nueva, de 1976) seguirían siendo bienes del pueblo, es decir, bienes estatales. También se “reconocía” y se reanudaban relaciones con El Vaticano, tachado por los fundadores del PRI –Plutarco Elías Calles a la cabeza—como una “potencia extranjera”.
De hecho, las primeras visitas de san Juan Pablo II a México (antes de 1992) fueron en carácter de Jefe de Estado. Y en la primera, en enero de 1979, con ocasión de la 3ª conferencia general del Consejo Episcopal Latinoamericano celebrada en Puebla de los Ángeles, el entonces presidente (emanado del PRI) José López Portillo y Pacheco (1976-1982) se lo hizo saber al Papa nada más bajar la escalerilla del avión… Acto seguido le pidió que oficiara una Misa privada en la capilla de doña Refugio, Cuquita, su señora madre, que era devotísima.
Este hecho narra, con toda precisión, las aguas turbias que desde 1856, con Benito Juárez a la cabeza de la desamortización de los bienes de la “clerigalla”, luego su nacionalización en 1859, hasta 1992, con la Ley que le daba un estatus jurídico a la Iglesia, por sus asociaciones religiosas o “aerres” como se les llama en el lenguaje vulgar, pasando por su desaparición del mapa mexicano efectuada por la Constitución de 1917 y por los gobiernos “revolucionarios” en las que se mueven las relaciones Iglesia-Estado en el país.
En pocas palabras, la Basílica de Guadalupe no pasa a manos del gobierno, simplemente se formaliza el proceso administrativo mediante el cual el templo y los anexos forman parte administrativa del patrimonio nacional, resguardado de cualquier acto arbitrario de compra o venta del inmueble. Aunque, por cierto, “la mula no era arisca sino la hicieron a palos”, pues gran cantidad de objetos sagrados “adornan” ahora casas de políticos de relumbrón o de tercera línea.
Y en esto vale reproducir la conclusión sobre el tema que llevó a cabo el analista Guillermo Gazanini el pasado fin de semana en el órgano informativo de la arquidiócesis de México:
“No hay duda de que la mala lectura de la notificación trajo preocupación e incertidumbre a muchos católicos quienes, de buena fe, buscan preservar y cuidar uno de los tesoros más sagrados de nuestra identidad. La correcta interpretación de esta ‘nacionalización’ no pone en peligro ni vulnera derechos de la Iglesia a la luz de la legislación correspondiente. Lo mejor sería que todos estos procesos estuvieran tocados de transparencia para no creer como verdad rumores que suponen contundencia. La Basílica tiene dueño cierto. Es Casa del pueblo de México y de Santa María de Guadalupe, la Mujer del Sí que dice a cada uno: ¿Qué hay hijo mío el más pequeño? ¿Qué entristece tu corazón? ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu Madre?”.