Intenta conservar el espíritu de Rudyard Kipling y, al mismo tiempo, lanzar guiños a la adaptación animada de Disney de los 60A veces, rodeados como estamos de narraciones producto de la mezcla y de la hibridación cultural, resulta difícil discriminar dónde terminan los detalles extraídos de una obra original y dónde comienzan los generados en sus adaptaciones –sobre todo, las cinematográficas– más populares.
De ahí que si, en general, la obra de Rudyard Kipling ya es, de por sí, notablemente desconocida por el gran público más allá de sus libros más reconocibles, todavía genera más confusión la estatura mítica alcanzada por la adaptación animada de El libro de la selva que Wolfgang Reitherman dirigió para Disney a finales de los años 60. Ha sido esa versión dulce, simplificada, la que ha quedado grabada en el inconsciente colectivo de sucesivas generaciones, marcando, a partir de entonces, la visión popular sobre el relato original de Kipling.
Lo que, bajo la pluma del escritor británico, nació como una metáfora sobre el colonialismo que retrataba con crudeza lo más profundo de la selva india, se ha transformado en una especie de Tarzán para niños –cuando es precisamente Edgar Rice Burroughs el que le debe, y mucho, a la obra que le dio la fama a Kipling–.
Ahí radica el dilema al que han tenido que enfrentarse Jon Favreau y su guionista, Justin Marks, a la hora de rodar lo que, oficialmente, es una versión de imagen real del filme de Reitherman. Y es que su reinterpretación de El libro de la selva quiere ser mucho más fiel a la esencia –que no a la letra– del libro de Kipling, y por lo tanto resulta más dramática y más violenta, pero, al mismo tiempo, intenta mantener cierta sensación de ligereza mediante pequeños respiros cómicos –fundamentalmente, a través de Baloo, como era de esperar con Bill Murray poniendo la voz original, o a través de los pequeños animales de la selva– y de interludios musicales.
Un equilibrio expresivo algo esquizofrénico, pues, a través de esos guiños a la audiencia infantil, desplaza de forma constante el centro narrativo del relato, apartándolo de lo que realmente resulta fundamental: la descripción del proceso de maduración forzosa de Mowgli (Neel Sethi), físicamente limitado por la lentitud de crecimiento de los cachorros humanos, al tener que enfrentarse a la amenaza de muerte de Shere Khan.
En ese conflicto, tan moral como personal –ambos representan formas opuestas de liderazgo, lo que dota de una sorprendente dimensión política al filme–, está lo mejor de un largometraje que sube muchos enteros cuando lanza una mirada más adulta a su material de base.
La cuestión es que todo ese discurso está construido sobre una narrativa (casi) enteramente concebida a través de efectos CGI, y planificada para maximizar el impacto visual en determinadas condiciones de exhibición –más que nada, Imax y 3D–, lo que marca, no siempre para bien, las decisiones creativas de Favreau.
El largometraje está repleto de momentos de gran belleza, pero la recurrencia del uso de determinados detalles de impacto –como esos travellings que atraviesan la jungla, y que buscan aprovechar al máximo los efectos estereoscópicos– transmiten cierta sensación de mero gimmick visual.
Evidentemente, rodar una obra de semejante ambición en entornos naturales habría sido absolutamente inviable, pero resulta difícil quitarse la impresión de que esta relectura de El libro de la selva sale, desde el mismo día de su estreno, con fecha de caducidad, por culpa de lo visualmente centrada que está en el uso de los efectos digitales de última generación. Algo que llama poderosamente la atención respecto a las animaciones de los animales, que, por avanzadas que resulten a día de hoy, no por eso dejan de rozar el efecto del valle inexplicable –o, dicho de otra manera, que no acaban de resultar tan hiperrealistas como pretenden sus responsables– y, por lo tanto, parece claro que están destinadas a envejecer de forma acelerada.