A partir de una novela de Pete Dexter, el actor y director John Slattery construye un asfixiante retrato de los suburbios americanos de los 80
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La gran incógnita de El misterio de God’s Pocket no es, pese a lo que pueda parecer que insinúa su título español, si alguien –sea la policía o el veterano periodista que interpreta Richard Jenkins– llegará a averiguar cómo murió Leon Hubbard (Caleb Lendry Jones): de hecho, a nadie, más allá de su madre Jeannie (Christina Hendricks), parece importarle demasiado. El auténtico interrogante sobre el que se sostiene el filme es el propio Leon.
El director, John Slattery, y su coguionista, Alex Metcalf, lo dibujan en los primeros minutos de metraje –apoyados en la interpretación de Jones, especialista en registros desagradables– como una auténtica basura humana, un ser despreciable que no se merece ni la más mínima empatía.
Sin embargo, a través de la figura de su padrastro Mickey Scarpato (Philip Seymour Hoffman), y sus esfuerzos para poder pagarle un entierro decente, Slattery retrata las miserias de un barrio, God’s Pocket –trasunto ficticio de Schuylkill, Philadelphia, nacido en la novela de Pete Dexter en la que se inspira el proyecto–, conflictivo, asfixiante y encerrado en sí mismo, repleto de seres mezquinos y egoístas, más preocupados por su propio pellejo que por el de los demás.
Así, el espectador (re)descubre, escena a escena, a Leon como la triste consecuencia de un contexto hundido en su propia violencia y podredumbre, que aplasta a todos aquéllos que se resisten a encajar, como el propio Mickey.
Desconozco la obra original de Dexter –de hecho, no se ha editado en España– y hasta qué punto Slattery y Metcalf beben de ella, pero la construcción dramática de El misterio de God’s Pocket recuerda a la de la serie en la que aquél interpretara a Roger Sterling, y en la que empezó a foguearse como director: Mad Men. Como era habitual dentro de la ficción de Matthew Weiner, el largometraje parte de una aparente normalidad para ir, poco a poco, matizándola a base de detalles excéntricos, inesperados, que pillan al espectador a contrapié –ahí encaja el momento en el que Coleman (Glenn Fleshler), el capataz de la obra en la que trabajaba Leon, se enfrenta violentamente a dos musculosos matones–, y que configuran un universo en el que nada ni nadie es lo que parece.
Slattery hila un relato que, a la hora de la verdad, rehúye de forma consciente de las estructuras y de las resoluciones prototípicas. Que deja, además, cabos sueltos, detalles por explicar y conflictos sin resolver –de hecho, le da una importancia fundamental a la comunicación no verbal entre los personajes–, porque intenta, desde las limitaciones de una ficción (más o menos) convencional, algo tan difícil como reflejar lo caótico de la vida real.
Con la ayuda en la dirección de fotografía de Lance Acord, colaborador habitual tanto de Spike Jonze como de Sofia Coppola –y que dota a la imagen de un tono sobreexpuesto, amarillento, que refiere al cine seventies–, Slattery ofrece una visión realmente asfixiante, angustiosa, de la vida en los suburbios de principios de los años 80, en plena crisis financiera provocada por la política financiera del gobierno de Ronald Reagan.
De ahí que le dé una presencia fundamental en los encuadres a unos edificios desvencijados, decadentes, ya que eso le ayuda a transmitir la desesperanza en la que viven sumergidos sus protagonistas, y que, sin que se den cuenta –o sin que se atrevan a hacer nada–, está destrozando sus respectivas vidas. Algo que se complementa de forma perfecta con la extraordinaria interpretación de Hoffman, que dota de una estremecedora dignidad a un auténtico perdedor que, a pesar de todo, ejerce como ancla dramática del espectador porque es uno de los únicos personajes que conserva un cierto sentido común, una mínima humanidad.
Tanto es así, que incluso logra compensar ciertos desvíos argumentales –imagino que procedentes de la novela original–, como el (extrañísimo) romance de los personajes de Jenkins y Hendricks, que no acaban de funcionar, y que lastran un largometraje que alcanza, por momento, la excelencia.