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¿Tu relación con Dios y con los demás cayó en la rutina?

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Padre Faus - publicado el 09/04/16

Descubre dos secretos para renovarla cada día

“Estoy oxidado –me decía un amigo–, hace tiempo que no juego a la pelota”.

Esta “oxidación” no es preocupante. Probablemente bastará con entrenar un poco y hacer “academia”. Lo preocupante es que el corazón se oxide.

Hay muchas personas que, después de un tiempo de convivencia –especialmente los casados– sienten que el amor, el interés y los sueños se desgastaron e incluso se apagaron. La monotonía de los días, de las reacciones, de las conversaciones, de las tareas, de los problemas…, cansa. “¡Esto cansa! ¡Siempre lo mismo!”

El entusiasmo o el amor perdieron la gracia. Fueron atacados por el tedio: “Todo eso no me dice nada, ¡así no hay quien aguante!”.

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Pero, ¿quizás esa rutina que hace oxidar está causada realmente por la repetición de los mismos hábitos, de las mismas cosas? En realidad, no.

Una prueba de eso son los casados que envejecen en una similitud aparente, sin perder el brillo de los ojos, sintiéndose cada vez más necesitados el uno del otro y descubriendo una nueva ternura en plena vejez.

El mal no está en las cosas, ni en los demás, ni en la repetición de las acciones y de las tareas … En la vida cotidiana no podemos evitar las repeticiones, pero podemos evitar la inercia.

El mal está en nuestro corazón, que se durmió y nos dejó presos de hábitos egoístas, ciegos a la eterna novedad de las pequeñas cosas vividas por amor.

Un amor que cada día se renueva

Casi al final de una larga vida, después de muchos años de entrega plena a Dios y a los demás, san Josemaría afirmaba con sencillez: “Me siento como un niño que balbucea…, y mi Amor es un amor que todos los días se renueva”.

No ama quien se deja arrastrar por el flujo mecánico de los días, sino quien crea en cada día un nuevo sueño y actúa con espíritu nuevo.

¿Cómo conseguir eso?

En primer lugar: Teniendo un ideal de vida, por el cual vale la pena luchar y sufrir

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Rawpixel.com - Shutterstock

Un corazón sin ideal se queda seco, envejecido. Imagina un profesor en un buen laboratorio. Si se limita a repetir rutinariamente los mismos experimentos didácticos, con aire aburrido y sin más aspiración que la de que le paguen a fin de mes, se ahogará en la rutina.

Por el contrario, si es un idealista empeñado en la investigación; se dedica a la creatividad didáctica; si no desiste de continuar investigando a pesar de las muchas tentativas fallidas; si incluso durmiendo sueña con nuevas soluciones…, ese tendrá, en todas sus tareas, la llama de la alegría y contagiará el entusiasmo a sus colaboradores.

Piensa que se podrían describir esos mismos dos cuadros aplicándolos a la relación familiar, al trabajo cotidiano, a la amistad… . Si no tenemos en el corazón un ideal que entusiasme, acabaremos cubiertos por la herrumbre del tedio y del mal humor.




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En segundo lugar: El ideal, para ser consistente, tiene que tener un motivo consistente

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Actuar por ideales efímeros, basados en el entusiasmo o en la excitación del momento, no tiene ninguna consistencia.

Para un cristiano, el ideal consistente se llama vocación: saber que todos recibimos una llamada de Dios para realizar una tarea única – la nuestra – en el mundo; en otras palabras, que tenemos una vocación y una misión que cumplir.

Nuestra realización consistirá en cumplir esa misión (en la familia, en la profesión, en la sociedad), haciendo de ella un camino ascendente de amor a Dios y al prójimo.

Cuando existe ese sentido vocacional de la vida, todo cambia, así como el sol transforma las sombras nocturnas en paisajes coloridos.

Guiado por la fe y el amor, el corazón cristiano aprende entonces a descubrir, en cada pequeño deber, en cada una de las tareas necesarias para la convivencia familiar, una oportunidad – renovada cada día – de darse más, de servir mejor, de alcanzar un nuevo grado de perfección, de expresar una generosidad más alegre…

Y eso porque aprendió a captar, en los pequeños pormenores del día a día, la invitación de Dios. Esas mismas realidades agotadoras que la rutina hace encoger, el ideal cristiano las revigoriza con fuerza inagotable.

Quien ama, enseña aan Juan, pasa de la muerte a la vida (1 Jn 3, 14)[2].

Dios, si vivimos con Él, nos da “el don de iluminar lo trivial con resplandores eternos”, como Ronald Knox decía de Chesterton, y entendemos el programa sugerido por san Josemaría:

En los detalles monótonos de cada día, tienes que descubrir el secreto – para tantos escondido – de la grandeza y de la novedad: el Amor”.

Las “novedades” y las “sorpresas”

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Well-Bred Kannan | CC BY-NC-ND 2.0

¿Recuerdas la parábola del trigo y la cizaña? En cuanto los hombres – los trabajadores del campo – dormían, vino el enemigo y sembró cizaña en medio del trigo (Mt 13,25).

Cuando nuestro corazón duerme, la cizaña, la hierba dañina (en este caso, la rutina) lo estropea todo.

Jesús no se cansa de pedirnos que estemos despiertos y vigilantes: Vigilad en todo tiempo y hora (Lc 21,36). Vigilad y orad (Mc 14,38).

Inspirado por esa continua exhortación, san Pablo nos invita: ¡Ya es hora de despertaros del sueño! (Rm 13,11), de vivir una vida cristiana consciente y vigilante.

¡Hora de despertar! Sería bueno que – entre otras iniciativas espirituales – nos propusiésemos al menos estas dos cosas:

a) Cada noche, juntamente con las oraciones y el breve examen de conciencia, me pregunte: “¿Cuántas cosas hice hoy mecánicamente, como un robot o una fotocopiadora?¿Qué pormenores “nuevos” (de cariño, de aprecio en las palabras y acciones, de ayuda, de delicadeza y comprensión…) planté, como simientes de amor, en este día?”

b) Cada mañana, después de mis oraciones y del ofrecimiento del día a Dios, me pregunto: – “¿Qué novedad (de oración, de presencia de Dios, de visita al Sagrario, de devoción sincera…) ofrezco a Dios en el día de hoy?” – “¿Y qué sorpresa agradable estoy preparando para dar hoy a esa, aquella, aquella otra persona, que, acostumbrada a mi cara habitual, no está imaginando el nuevo detalle de atención o de cariño que le voy a ofrecer?”.

Vigilar, orar y renovar. Ese es el camino para que nuestro corazón se vaya pareciendo cada vez más al corazón del Señor, que dice: Yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).

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