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Lamento de una loca controladora

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Elizabeth Dye - publicado el 08/04/16

Toda supuesta ayuda que yo ofrecía a los demás en realidad nunca había hecho una diferencia positiva, o peor: probablemente perjudicaba

Mi nombre es Isabel y soy una maniaca por controlarlo todo.

En algún lugar a lo largo del camino, decidí que era justo y noble forzar mi ayuda a las personas que parecían incapaces de hacer buenas elecciones para sí mismas. Como buena cristiana, me sentía en la obligación de ayudar a quienes no se ayudarían a sí mismos, incluso cuando eso significara sustituir su contribución.

¿Consejos no solicitados? Yo tengo. ¿Necesitas un voluntario? Yo soy tu chica. Alguien necesita certificar si las cosas son hechas correctamente.

Todo eso cayó un día, el día que entré en la habitación del hospital de una persona que yo amaba, una persona en cuya vida me entrometí y manipulé, todo para su supuesto bien mayor.

Me senté en su habitación, intentando intervenir nuevamente, mirando los gansos de las toallas cuidadosamente colocadas en el alféizar de la ventana como un débil intento de hacer un cuarto de hospital parecer a un barco de crucero.

Yo me sentí totalmente hundida. Estaba en un callejón sin salida. Estaba conmovida y me rendí.

Con la gracia de, finalmente, orar para que se hiciera la voluntad de Dios, yo finalmente entendí que simplemente quería a la mujer de ese cuarto y eso era todo lo que siempre quise: quererla.

El único arrepentimiento que jamás podría tener no era amor. Me arrepentí de todas las veces que no la amé, no como un sentimiento, no como una emoción, sino como un verbo. Yo sólo quería quererla. Yo quería amar más.

Oré mucho para encontrar una forma de amor que ella reconociera en su estado, una mujer despojada de todas las señales exteriores de dignidad, todos, excepto la piel humana. En la desesperación y exasperación que afecta a Dios, “¿cómo yo amo eso?”.

Él dice: “Dale la dignidad que es de ella”.

¿Qué dignidad? La dignidad del libre albedrío. La dignidad del derecho inherente a hacer sus propias elecciones, hasta incluso las malas, incluso las que nos hieren. Esas elecciones. Fue la última cosa que yo quería dar, pero, para empezar, nunca habían sido mías.

Por un instante me imaginé a Dios y su agonía cada vez que yo usaba ese don supremo del libre albedrío para alejarme de Él. Vi lo importante que es el libre albedrío… y yo tuve vergüenza.

Vergüenza de todas las maneras, grandes y pequeñas, por violar ese regalo en la vida de los demás.

Vergüenza de las veces que robé de los demás el orgullo de tomar buenas decisiones por sí mismos, les robé los beneficios de aprender de sus propios errores.

Eso era lo que yo había hecho con mi libre albedrío: intenté quitárselo a las personas que yo quería.

¿Qué fue lo mejor que aprendí?

Yo aprendí que lo que llamé “ayudar a los demás” fue siempre sobre mí, no sobre las elecciones de alguien, sino mi propia elección. Mi nivel de confort, mi orgullo en el pensamiento de saber que es lo cierto para otras personas, o hasta para mí.

Yo quería jugar a ser Dios, no sólo por amor, sino para evitar que se sintiera incómodo de ver a otras personas sufrir por sus malas decisiones, y lo hice bajo el pretexto de utilidad y competencia.

Toda mi “ayuda” nunca hizo una diferencia positiva. Lo que es peor, probablemente perjudicaba.

Fue un amargo, humillante, penitencial comprimido, pero tenía la certeza de que ganaría.

Actualmente, trabajo duro para usar mi don supremo del libre albedrío para respetar a los demás su dignidad. Pienso que finalmente aprendí a dominar ese don, no importa cuán grande o pequeña sea la situación, no importa cuán noble la intención.

No es fácil, especialmente cuando su vida parece empeorar; pero, a fin de cuentas, la caída comenzó con una mala decisión, y la salvación del mundo comenzó con un libre albedrío. Entonces, yo sé que debe ser algo estupendo.

Mi nombre es Isabel, y soy una maniaca controladora en recuperación.

Tags:
amor de parejacontrolenfermedadlibertadpsicología positiva
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