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Un invento sin futuro: Hitchcock sigue influyendo

Hilario J. Rodríguez - publicado el 01/04/16

Hitchcock/Truffaut (Kent Jones, 2015)

Hay películas que te enseñan a ver porque detrás de sus imágenes hay cineastas que te enseñan cómo hacerlo.

Las he llamado películas pero en realidad son mucho más: son universos inabarcables, complejos mecanismos que ponen a prueba nuestra simplista forma de entender la mayoría de las cosas, con líneas de demarcación entre lo crudo y lo cocido, entre ideologías, religiones, países, sexos, razas u objetos.

Al entrar en esos universos es como si te hubieras introducido en una jungla donde las reglas de tu mundito ya no operasen y donde todo estuviese pendiente de ser aprendido de nuevo.

François Truffaut encontró lo anterior en la obra de Alfred Hitchcock al entrar en contacto con ella en los años cuarenta, y seguramente fue uno de los motivos que luego le empujaron a convertirse en cineasta, después de haber sido uno de los críticos más influyentes en la revista Cahiers du Cinéma.

Durante la promoción de Jules y Jim (Jules et Jim, 1962) en Estados Unidos, Truffaut se sorprendió al comprobar que allí la mayoría de los críticos consideraban a Hitchcock un buen entertainer cuya obra no era preciso tomar muy en serio.

Hablamos de un momento de especial turbulencia en el mundo de la cultura, cuando comenzaban a aparecer críticos e intelectuales a uno y otro lado del Atlántico con ideas poco o nada restrictivas sobre la cultura, gente como Robert Warshow, Lionel Trilling, Manny Farber, Raymond Durgnat, Susan Suntag o Andrew Sarris, para quienes la cultura popular no suponía en ningún caso una claudicación ni una búsqueda de mera diversión, sino más bien una nueva manera de observar el mundo, desde una perspectiva plural y compleja, sin prejuicios.

También Truffaut entendía así las cosas, quizás por eso siempre se han contrapuesto sus películas a las de Jean-Luc Godard, demasiado abstractas para ser apreciadas por el público aunque no tanto como para ser rechazadas por la crítica más charlatana e irreflexiva.

Rompamos hoy una lanza a favor de Truffaut y olvidémonos durante un rato de Godard.

Reconozcamos, pues, que su diálogo con Hitchcock (gracias a la inestimable ayuda de Helen Scott, que sirvió de traductora entre ambos) durante una semana de agosto de 1962, recogido en 50 horas de grabación y publicado en 1966 con el título El cine según Hitchcock (en castellano) no solo acabó de cimentar la “política de los autores” sino que además puso de relieve cuál es el auténtico trabajo de un director de cine, dejando claro a partir de ese momento lo que diferencia a un artesano de un creador, a un cineasta intuitivo de uno cerebral, una película de eso que llamamos “cine” cuando nos referimos a él como un arte.

Dicho esto, resulta comprensible que Kent Jones no utilizase ni a críticos ni a fans para su documental Hitchcock/Truffaut, y que prefiriese convertir su película en un diálogo a tres bandas, a partir de imágenes de películas de Hitchcock, fragmentos de su diálogo con Truffaut para el libro mencionado, y opiniones de cineastas como Martin Scorsese, Kiyoshi Kurosawa, David Fincher, Arnaud Desplechin, Richard Linklater u Olivier Assayas.

Las imágenes hablan con quienes las crean, no para trazar influencias, más bien poner de relieve cuándo y por qué se aprende a ver.

Cada cineasta se fija en algo diferente: los actores, el espacio escénico, los objetos, el encuadre, el sonido, la iluminación y el montaje, en una extraordinaria decoupage de la mirada.

Los cotilleos y la psicología de barra de bar no tienen cabida en esta propuesta, porque para eso ya están la película Hitchcock (2012, Sacha Gervasi) y el libro Alfred Hitchcock: La cara oculta del genio de Donald Spoto.

Charles Chaplin decía algo así como que la comedia es la vida en planos generales y la tragedia es la vida en planos cortos.

Ateniéndome a la idea anterior, me parece pertinente decir que las películas de Hitchcock se volvieron más trágicas a medida que el propio cine fue venciendo las concepciones espacio-temporales impuestas por el teatro y encontró las suyas propias; es decir, a medida que sofisticó su concepción escénica y también sus nociones sobre el montaje, su cine se hizo más serio.

Hay un par de títulos al comienzo de su carrera que él mismo desechó al cabo del tiempo, seguro de que solo se trataba de una sucesión de fotografías de gente hablando.

Juno and the Paycock (1930), Skin Game (1931), Walses del Viena (Waltzes from Viena, 1933) y Posada Jamaica (Jamaica Inn, 1939) pueden considerarse películas atípicas dentro de su obra, sin apenas relación con las constantes que la caracterizan, si bien presentan soluciones formales que únicamente él sabía articular, tal como pone de relieve el documental de Kent Jones.

¿Qué tienen en común Blackmail (1929), Murder (1930), Treinta y nueve escalones (Thirty-nine Steps, 1935), Sabotaje (1936), Encadenados (Notorious, 1946), La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y Psicosis (Psycho, 1960)?

Aparte de que son obras maestras dirigidas por el mismo realizador, hay una visión del mundo que les es común.

Por medio de estas películas, Hitchcock nos hizo saber cómo veía a la gente y en general a la sociedad, con sus instituciones y con su inconsistente forma de mantener en pie el edificio de la realidad.

Muchos de sus personajes huyen de la policía, que los confunde con asesinos o ladrones, o simplemente fingen ser quienes no son por necesidad o destino.

En su obra, la personalidad puede desdoblarse, una persona puede proyectar su identidad en otra, el Bien puede intercambiar atributos con el Mal, la justicia puede ser injusta e inservible, las verdaderas amenazas suelen venir de aquellos que quieren protegernos…

El universo de Hitchcock, tan perfilado desde el comienzo de su carrera, siempre está a un solo paso del surrealismo (por eso no podemos tomar a ligera que en una ocasión trabajase con Salvador Dalí).

Muchas veces uno siente que los argumentos de sus películas son absurdos. Suceden cosas inconcebibles, los asesinos son dignos de lástima, los héroes a menudo no merecen nuestro respeto, se busca una carta robada durante todo un metraje y ni siquiera al final se llega a conocer su contenido, un tranquilo transeúnte de pronto se convierte en un delincuente perseguido por la policía… Cualquier cosa es posible.

Aun así, uno -como se sugiere a lo largo de Hitchcock/Truffaut– acepta la particular lógica de sus películas del mismo modo que acepta la particular lógica del mundo donde vivimos, porque se da cuenta de sus extrañas similitudes.

Las películas de Hitchcock maduraron a medida que avanzaba la historia del cine, del mismo modo que la historia del cine maduró gracias a su insaciable curiosidad, proponiendo retos cada vez más audaces.

Su período británico le sirvió para establecer quiénes serían en adelante sus personajes y su período estadounidense le proporcionó un paisaje que él comenzó a agredir con su mirada, como había hecho antes en Gran Bretaña, al dejar que un ladrón caminase impunemente por el Museo Británico en mitad de la noche o que un niño pasease por Londres con una bomba, dinamitando de ese modo los monumentos oficiales (que luego en Estados Unidos sufrirían todo tipo de bromas y sarcasmos) y la idea de seguridad que las sociedades pretenden imponernos al salir a la calle (donde estamos expuestos a cualquier cosa, y no hacen falta ejemplos muy recientes al respecto).

No resulta raro que alguien con una forma de ver la vida tan precisa y a la vez tan perturbadora influyese en un buen número de cineastas como los entrevistados en Hitchcock/Truffaut, cuyas películas también muestran un enorme interés por establecer los límites de lo que se considera la realidad y mostrar lo fácil que es saltárselos, para entrar en ese territorio anárquico que es el arte cuando nos permite ver todo lo que de otro modo se nos escamotea o se nos niega aunque esté ahí y sea el mundo en el que vivimos, donde a veces -como diría Kiko Amat- hay cosas que hacen BUM.

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