En una reciente entrevista le preguntaban al filósofo Javier Gomá por su pintor favorito y seleccionaba a “el autor de las pinturas de Altamira… desde entonces todo es decadencia”.
Una de las formas en las que el ser humano es capaz de trascender su existencia mortal es con la expresión artística.
Y es en Altamira donde se nos cuenta la emocionante historia de cómo en 1879 se descubrió accidentalmente la cueva cuyo techo mantenía a resguardo desde el amanecer del hombre un testimonio de que incluso nuestros más primitivos ancestros albergaban un soplo que les diferenciaba del resto de habitantes de este planeta.
Aún no comprendemos del todo qué llevó al autor de aquellas pinturas a emplear rudimentarias técnicas para plasmar con un sorprendente realismo la figura de determinadas criaturas sobre la roca.
Pero como todo lo que requiere de talento y esfuerzo, no parece probable que se hiciese a la ligera y sin un significado complejo, profundo, que fuera más allá de lo material y lo terrenal.
Reflejar en un soporte imperecedero la belleza de una criatura es haber experimentado sensaciones que ninguna otra criatura del planeta aún parece capaz de reproducir.
Hacerlo para agradecer el haber obtenido alimento o para solicitar tenerlo parece propio de quien alberga la esperanza de que haya algo en algún lugar capaz de escuchar nuestros lamentos interiores.
En la película que se estrena esta semana bajo la dirección de Hugh Hudson (autor nada menos que de Carros de fuego) se refleja la controversia que en el momento se suscitó tanto entre la comunidad científica como entre las autoridades religiosas.
Hacía sólo 20 años que sir Charles Darwin había publicado su revolucionaria obra La evolución de las especies y el debate entre ambos frentes (ciencia y fe) estaba enconado como en pocas ocasiones.
Al menos en el caso de lo que se narra en Altamira sí parecieron estar de acuerdo en desacreditar al descubridor de la cueva, que fue incluso acusado de falsificar dichas pinturas aunque el autor de tal acusación años más tarde, abrumado ante la evidencia, publicó un manifiesto exculpatorio que por desgracia llegaría tarde puesto que ya había fallecido el protagonista de esta apasionante aventura, Marcelino Sanz de Satuola, interpretado por Antonio Banderas, excelentemente acompañado en el reparto por el siempre interesante (aunque por el maquillaje casi irreconocible) Rupert Everett y el valor seguro de Tristán Ulloa.
En Altamira (por cierto, rodada en la minuciosa reproducción de la famosa cueva situada muy cerca de esta) vemos cómo Marcelino Sanz de Satuola se empeña en defender su pasión por la Historia y el Arte pero como narración en un trasfondo que supone la siempre encomiable búsqueda de la verdad.
Para algunos puede resultar inevitable recordar cierto momento de otra película que aúna elementos históricos con espirituales y religiosos. Cuando se escuchaba a uno de los nativos cantar en la película La misión (Roland Jofee, 1986), la autoridad eclesiástica del Nuevo Mundo preguntaba al representante de la Corona de España “¿cómo no va a tener alma quien es capaz de cantar así?”.
Hoy celebramos a...