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Tus propias caídas: reconócelas, combátelas y pide perdón

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/03/16
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Tal vez me he aburguesado en mi pecado y ya no me arrepientoMe gusta pensar que con el perdón comienza una nueva vida. Con el perdón que damos, con el perdón que recibimos.

Dios lo hace posible. ¿Cómo es posible llegar a perdonar? Dios nos capacita para perdonar. Perdonándonos nos hace misericordiosos. Y es que todos somos pecadores. Todos hacemos el mal a veces casi sin darnos cuenta.

Yo tengo pecado. Y muchas veces me creo con derecho a juzgar y a condenar cuando yo también merezco el juicio y la condena.

Me siento mejor que otros. Voy por la vida al amparo de mi vanidad. Escudándome en la pureza de mis intenciones, justificando mis actos.

En la confesión basta con decir los pecados sencillamente. Sin adornos, sin excusas. ¡Qué dura suena mi fragilidad dicha en voz alta! ¡Cuánto pecado escondido en mis actos y mis omisiones!

Me gustaría pedirle a Jesús no perder nunca la conciencia de mi fragilidad. Soy pecador. No estoy libre de pecado. Cuesta mucho reconocer el mal de mi pecado: “El pecador, al reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o se adhiere, es falso”[1].

Cuando soy desenmascarado en la maldad de mi pecado, sólo me queda esperar como don una vida nueva. No puedo condenar ni juzgar. Sólo puedo sentirme vacío. Frágil.

El pecador que confiesa su pecado queda desnudo ante Dios, ante los hombres. Pero lo sé, antes tengo que reconocer mi pecado.

Veo cómo Jesús lo conoce. Me conoce hasta lo más hondo de mi corazón. Me ama. Lee mi alma. Sabe de qué rebosa mi corazón, mi pozo. Sabe lo que hay en lo más profundo. No se queda en la apariencia.

Y me perdona, y me dice que mejor no juzgue, no ataque, no condene, porque tengo el alma herida. Y yo me callo.

A veces parece que no queremos el perdón. Estamos tan acostumbrados a nuestro pecado que no queremos una vida nueva. Queremos la misma, aunque no sea perfecta, aunque no sea plena.

Pedir perdón nos expone a un cambio demasiado brusco. Pedir perdón nos lleva a mostrarnos frágiles, vulnerables. Y nos exige cambiar de vida.

Una persona rezaba: “Señor, quiero cambiar, pedirte que este sea el nuevo inicio de mi conversión”. Una conversión profunda, una vida nueva.

A pesar de todo, aunque sea un don, prefiero tantas veces mi vieja vida de pecado. No quiero cambiar tanto. Es demasiado esfuerzo. Estoy bien como estoy. Tal vez me he aburguesado en mi pecado y ya no me arrepiento.

¿Me habré vuelto corrupto? Sé cuál es mi pecado recurrente y me doy por vencido. Dejo de luchar. ¿Cuál es mi pecado recurrente? ¿Cuáles son mis tentaciones más comunes? Tal vez no me perdono. No tengo misericordia y me escandalizo de mi propio pecado.

[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia

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