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La música del azar, o lo que Kieslowski supo expresar con su cine

Hilario J. Rodríguez - publicado el 14/03/16

Tres colores: Azul, Blanco y Rojo

Stanley Kubrick decía que el talento de Krzysztof Kieslowski (y su coguionista, Krzysztof Piesiewicz) reside en su capacidad para escenificar ideas en lugar de verbalizarlas, cogiendo a menudo desprevenido al espectador. No podría estar más de acuerdo aunque a veces me pregunte cómo es posible algo así cuando sus películas están repletas de imágenes sólidas, muy difíciles de pasar por alto o de olvidar.

Un mendigo tirado en la calle, la pantalla de un ordenador parpadeando en mitad de la noche, un andamio cubriendo la fachada de un edificio, varias maletas apiladas en un vertedero público, un enorme cartel publicitario mecido por el viento…

Si con otro tipo de películas la memoria almacena historias, personajes, colores, texturas y momentos especialmente significativos o icónicos, con la obra de Kieslowski suele almacenar imágenes puras que a veces es preciso devolver a su contexto para encontrarles un significado, siempre con la sensación de que ese significado podría cambiar o adecuarse según el punto de vista desde el que lo observemos (con diferentes edades, en países distantes, solos o acompañados, en casa o en una sala cinematográfica).

El reestreno de su trilogía a partir de los colores de la bandera francesa y de sus respectivos significados: libertad, igualdad y fraternidad, me ha colocado de nuevo ante imágenes conocidas, pero no de ésas que uno puede interiorizar y hacer suyas, mezclándolas con las de los álbumes familiares para convertirlas en la parte de ficción con la cual hacemos un poco más tolerables nuestras vidas. No tienen relación con Juliette Binoche, Julie Delpy o Irène Jacob, sus protagonistas, y tampoco con nada relacionado con la historia personal o con la Historia con mayúsculas.

Son como las imágenes que uno ve en la prensa o en las redes sociales recordándonos catástrofes de las que deberíamos ser testigos, sin el cinismo con el que suelen venir acompañadas en los periódicos, twitter o facebook, donde hay quienes sitúan su discurso al mismo nivel radical del éxodo de los refugiados sirios, del padecimiento del pueblo saharaui o de las víctimas de algunas catástrofe natural, recordándonos a los demás no solo qué tenemos que ver sino también cómo y con qué consecuencias, aunque esos discursos los haga gente cómodamente instalada delante de la pantalla de un ordenador, mientras apura un cigarrillo o bebe el café de la mañana. Kieslowski, en ese sentido, es mucho más civilizado y menos grandilocuente. Un auténtico demócrata pese a su desoladora visión de la existencia (o quizás gracias a ella).

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Por eso su pesimismo siempre lo impregna de una rara poesía, estableciendo paralelismos y rimas, dejando que varias historias converjan y luego se disgreguen, cruzando a los personajes de una película con los de otra; mezclando drama, comedia y tragedia, en un universo estético dirigido por caprichosas reglas que en la vida real nos resultan incomprensibles pese a que existan y nos neguemos a aceptar que no podemos controlarlas.

En Azul, una mujer (Juliette Binoche) intenta rehacer su vida después de sobrevivir al accidente automovilístico en el que murieron su marido y su hija de cinco años, sometiéndose a pruebas espartanas, como aislarse y borrar sus recuerdos. Vende una casa de campo antes de mudarse a un apartamento en París, donde le espera una plaga de ratas de la que se deshace gracias al gato de un amigo. Y más tarde busca ayuda para acabar un concierto que su marido dejó incompleto. Ese concierto, que debería tocarse en doce países europeos al mismo tiempo, es en realidad la película.

Un concierto sobre la muerte y resurrección de un continente, y sobre la muerte y resurrección del cine; un concierto compuesto para instrumentos musicales y visuales: alguien llama en mitad de la noche a las puertas de los apartamentos adonde se ha mudado la protagonista; la rueda de un coche nos advierte sobre un accidente en fuera de campo; varios personajes aparecen fugazmente, en planos que parecen parpadeos, mientras la pantalla en negro los inserta como si fuesen notas escribiéndose sobre un pentagrama…

Muchos críticos, en su estreno, acusaron a Azul de sentar las bases de lo que luego serían los europuddings, películas sin una escritura fílmica concreta, capaces de borrar el carácter regional que hasta entonces había hecho grandes las películas rodadas en Francia, Suecia, Italia, Polonia o Alemania, más preocupadas ahora por su recaudación en el nuevo mercado global que por “el arte”. Yo mismo me sentí confundido ante su hiriente belleza con toques de sordidez. No estaba acostumbrado a ver el duelo, la pobreza y el miedo de aquella manera tan precisa y… casi sublime. Tampoco entendí su laicismo post ideológico, sin mensajes aparentes pero insinuante en todo momento.

Ahora que el cine europeo vuelve a estar donde estaba, confundido entre denuncias y agoreros estremecedores, militando desde la individualidad y, sin embargo, construyendo discursos que me suenan familiares, echo en falta más que nunca la música que propuso Kieslowski, esa música del azar que constantemente entrelaza a los personajes de películas distintas, rodadas en Francia, Polonia y Suiza (como Azul, Blanco y Rojo), para recordarnos que quizás no sean películas lo que necesitamos sino cine, un espacio común donde no haya argumentos únicos, donde la miseria y la belleza se den la mano porque no puedan vivir indiferentes la una de la otra.

El cineasta taiwanés Edward Yang, al referirse al tipo de películas que él quería hacer, sin cinismo humanista (a lo Béla Tarr o Michael Haneke) y sin una afinidad obvia hacia los padecimientos de las clases desfavorecidas (a lo Ken Loach o los hermanos Dardenne), un tipo de cine tan sensible a lo “banal” como a lo “significativo”, decía que solo Kieslowski era capaz de hacer algo parecido en el cine contemporáneo.

La observación es pertinente si nos detenemos a pensar de qué manera entendemos Blanco, donde un marido polaco (Zbigniew Zamachowski) se defiende en los tribunales de las acusaciones de su esposa francesa (Julie Delpy) por no haber consumado su matrimonio debido a su impotencia; y cómo entendemos Rojo, donde un juez (Jean-Louis Trintignac) espía los movimientos y escucha las llamadas telefónicas de sus vecinos, no porque quiera utilizar sus secretos con fines ominosos sino porque se siente solo.

Aunque ambas partan respectivamente de las ideas de igualdad y fraternidad, no lo hacen ni a través de su contextualización, ni a través de un sentido estricto de la justicia, sino más bien a través de su disolución en tramas múltiples. Un hombre quiere suicidarse pero no tiene los arrestos suficientes para hacerlo, de modo que contrata los servicios de un asesino para que lo mate; una joven cuyo novio (a quien no llegamos a ver) la brutaliza en sus conversaciones telefónicas, conoce a un juez retirado que observa la vida de los demás quizás porque ha renunciado a tener una vida propia… Todos los personajes han naufragado o están a punto de hacerlo, hasta que al final de Rojo vemos que en realidad son los únicos supervivientes tras el hundimiento de un ferry que cierra la trilogía, anunciando que ninguna historia empieza o se acaba en el marco de una película, ni siquiera de una trilogía.

Lo que sucede es que las diferencias lingüísticas, los teléfonos, el dinero, la publicidad, el mercado o la aflicción nos distancian, establecen barreras que nos separan de los demás, borran parte de la narración de nuestras vidas, haciendo que solo durante breves instantes (los noventa minutos de un metraje) tengamos la sensación irreal de convivir en un universo común, de leyes tan caprichosas como las que nos vemos obligados a aceptar en la vida real, donde no todo lo que nos sucede tiene un sentido inmediato y donde nuestra incapacidad para vivir ante esa intemperie produce narraciones alternativas (de tipo religioso o ideológico) en las que buscamos consuelo aunque no nos expliquen por completo.

Kieslowski ha sido quien mejor nos ha conseguido transmitir una visión trascendente de la existencia sin necesidad de plantearla desde una perspectiva científica, religiosa o ideológica. En sus manos, ni la ciencia, ni la religión, ni la política bastan para mesurar la realidad; no tienen argumentos suficientes para explicar ciertas coincidencias, ciertos desvíos, ciertas irregularidades, que para él están relacionadas con la música que se crea en el universo sin que haya una partitura, compuesta en cualquier caso por el azar y por las rimas que establece en nuestros actos, en nuestros movimientos, en los encuentros fortuitos que durante un leve parpadeo nos unen y enseguida nos devuelven a nuestra radical soledad.

De algún modo, nuestras vidas, según Kieslowski, no difieren mucho de las de los personajes de los diez episodios del Decálogo (Dekalog, 1989), que viven en el mismo bloque de viviendas, cruzándose y separándose continuamente, cada cual con una historia hecha de imágenes que en la mayoría de los casos se desvanecen de pronto, sin que nadie se dé cuenta.

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