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Gran Torino: Eastwood toca el corazón de nuestra civilización

Jorge Martínez Lucena - publicado el 13/03/16

De icono del spaghetti western, el gran actor norteamericano culmina su carrera con esta película sobre redención y misericordia

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Gran Torino (2008) no es la última película de Clint Eastwood, pero quizás sí que es el culmen de su obra como director y actor. Este animal cinematográfico consigue en este filme una especie de síntesis de su carrera.

El auto-homenaje se concentra fundamentalmente en el protagonista, Walt Kowalski, interpretado por él mismo. Está cargado de características propias de personajes encarnados por Clint Eastwood en el pasado: luce una sinceridad malhablada y una desenfrenada inclinación a poner motes racistas y despectivos que invitan a la risa, como Highway en El sargento de hierro (1986); muestra una frialdad estupefaciente ante situaciones de extremo peligro y suele solucionarlas con bravuconería, pistola en mano, recordándonos al mítico Harry de la saga; en su tendencia al alcohol y en su mala relación con sus hijos, que recuerda, por ejemplo, al Steve Everett de Ejecución Inminente (1999); etc.

La cinta entronca, además, con la temática de su oscarizada Mystic River (2003) y con la de su fantástica Sin Perdón (1999).

Walt Kowalski, es un hombre que acaba de enviudar y que espera una muerte misteriosa fruto de una enfermedad que le hace escupir sangre de vez en cuando. Es un hombre solitario y arisco que luchó en Corea. Tiene mala relación tanto con sus hijos como con sus nietos, ya que todos parecen haber traicionado sus valores tradicionalmente americanos, comprando coches japoneses, viviendo en las afueras y renegando de su comunidad de origen, entregándose a un narcisismo cultural que él deplora.

En un principio, parece que lo único con lo que disfruta es bebiendo cervezas en el porche hasta la hora de acostarse y cuidando de su precioso coche vintage, un Gran Torino del 72, que él mismo montó en la fábrica de Ford donde trabajó toda su vida. La trama se inicia, pues, en su barrio, del que han ido desapareciendo los habitantes de origen polaco e irlandés, que se han trasladado a lugares menos conflictivos. Su vecindario ha sido repoblado por inmigrantes de una generación posterior, entre los cuales se encuentran sus vecinos, de etnia Hmong.

Pese a odiarlos en un principio, poco a poco va descubriendo en ellos ciertas similitudes con él en cuanto a sus valores tradicionales. Esto hará que, un cascarrabias como él, viendo que una banda callejera va a impedir el futuro del Tao –al que él llama constantemente aton-Tao, amarillo o rollito de primavera-, decide ofrecer su vida a cambio de la de su amigo: una solución imposible a caballo entre la venganza y la indiferencia.

Es como si Clint Eastwood hubiese encontrado un final alternativo a películas rodadas por él mismo en el pasado. En Mystic River y en Sin Perdón la única respuesta posible ante el mal y la injusticia en un mundo donde reina el nihilismo parece ser la venganza. En Gran Torino se encuentra una solución mucho más cristiana.

Walt Kowalski se confiesa, se encarga de que Tao no pueda acompañarle y se presenta ante la casa donde habita la banda que ha atacado a Tao y violado a su hermana Sue con la única intención de convertirse en chivo expiatorio y facilitar la integración de la etnia Hmong en Norteamérica (lo consigue, porque los testigos del crimen por primera vez hablan con la policía) y de posibilitar el sueño americano de su vecino y amigo Tao, que en la última escena de la película aparece conduciendo el Gran Torino que Walt le ha dejado en herencia.

En esta película se retoma algo que ya fue planteado en otra película de Clint Eastwood que tiende a ser considerada meramente romanticona y de poco vuelo existencial: Los puentes de Madison (1995). Sin embargo, en este filme se nos cuenta la historia de un adulterio que termina con un acto de virginidad de Robert Kincaid, el amante de una mujer casada, Francesca Johnson (Meryl Streep). En un histórico plano subjetivo el asiento de conductor de Kincaid, en el que este espía a su amante haciendo compras en el pueblo, este toca la cruz que cuelga del retrovisor de su ranchera y se marcha antes de que ella pueda irse con él. La deja para que ella pueda rehacer su matrimonio y mantener a su familia unida. Muestra amarla más a ella que a su propia voluntad.

Al igual que grandes clásicos como Testigo de cargo (1957), el cine de Clint Eastwood, que empezó siendo nomás que un icono del spaghetti western, llega, en su cénit, a tocar el corazón de nuestra civilización, y susurra: no hay paz sin justicia, y no hay justicia sin misericordia.

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