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Bone Tomahawk: Un western sobre la depravación humana

Tonio L. Alarcón - publicado el 11/03/16

A partir de una estructura de género clásica, el director construye un híbrido tonal que acaba virando hacia el más puro survival

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Basta con echarle un vistazo a algunas de las novelas de S. Craig Zahler, como A Congregation of Jackals o Wraiths of the Broken Land, o a su guión, todavía no producido, The Brigands of Rattleborge, para darse cuenta de que, aparte de su clarísima afinidad con el western, su personal universo creativo se caracteriza por una visión muy negra, teñida de perversidad, del ser humano.

En sus historias abundan las venganzas y los enfrentamientos morales, marcados por unas explosiones de violencia radical a medio camino entre Cormac McCarthy y Jack Ketchum. Características que se filtran, como es lógico, en su debut en la dirección, Bone Tomahawk, que, en realidad, supone casi un resumen en formato cinematográfico de su obra anterior –de hecho, nace a partir de la imposibilidad de adaptar Wraiths of the Broken Land a la gran pantalla–, que pervierte lo que arranca como un western de rescate hasta convertirlo en el descenso a los infiernos de la depravación humana del grupo liderado por el sheriff Franklin Hunt (Kurt Russell).

Desde el momento en el que en su apacible pueblo, Bright Hope, se cuela el pequeño resquicio de podredumbre que representa Purvis (David Arquette), en su existencia civilizada va filtrándose, como auténtica ponzoña, una maldad, una villanía ambiental, que Zahler deja, durante gran parte del metraje, en off visual, oculta entre las sombras. Algo que el director visualiza, de forma muy explícita, a través de la pierna herida de Arthur O’Dwyer (Patrick Wilson), que va infectándose, hasta rozar la gangrena, a medida que sus compañeros se embrutecen por el acercamiento a una concepción mucho más primitiva, más visceral, de la existencia humana.

De forma sutil, y sin dejar de adscribirse al lenguaje del western, Zahler aplica sobre el relato una estructura de survival que adquiere pleno sentido en su última media hora: sólo tras atravesar un trayecto de regresión en el que, a grandes rasgos, dejan definitivamente atrás la civilización de la que provienen, los buscadores de Hunt pueden ver el Mal. Enfrentarse a él cara a cara. Y ahí es cuando el director permite, al fin, que explote la violencia que lleva conteniendo durante todo el metraje.

No es un detalle anecdótico que O’Dwyer sea el único del grupo que se profesa religioso. En la época en la que se sitúa la acción, finales del siglo XIX, gran parte de las universidades de los Estados Unidos estaban adscritas a movimientos eclesiásticos, así que es una forma sutil por parte de Zahler –que, a lo largo del metraje, exhibe una notable habilidad para definir a sus personajes a través de sus acciones– de insinuar que tiene estudios.

De ahí que sea el único del grupo que no intenta enfrentarse a los indígenas en sus mismos términos, sino que emplea la astucia, la inteligencia, para equilibrar la situación y poder sobrevivir: el personaje representa, de alguna manera, el futuro del país, mientras Hunt viene a ser, con todas las distancias lógicas, como el John Wayne de El hombre que mató a Liberty Valance. Es decir, una rémora del pasado, de una visión de la vida en la frontera que está a punto de fenecer, y, por lo tanto, al borde de la obsolescencia… Y que lo conecta, no casualmente, no con el personaje que interpretaba el propio Russell en otro western reciente, Los odiosos ocho.

Claro que el estilo seco, directo, de Zahler, no tiene nada que ver con la energía, con los manierismos de Tarantino. Cierto es que la puesta en escena de Bone Tomahawk está construida, inevitablemente, a partir de sus limitaciones económicas –su presupuesto ronda unos ajustadísimos 1,8 millones de dólares–. Pero la preferencia del director y del responsable de la fotografía del largometraje, Benji Bakshi, por los encuadres fijos sobre trípode o cámara al hombro, dotan al conjunto de un peculiar ritmo moroso, pausado, que permite que los (espléndidos) diálogos respiren, y deja margen para la expresión pausada de los intérpretes. Y sobre todo, permite que los entornos naturales invadan el plano, empequeñeciendo y aplastando a los personajes para transmitir esa sensación de agobio, de asfixia, que, en los momentos adecuados, convierte a la acción del film casi en un bucle pesadillesco de muy sanguinolento clímax.

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