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Ante todo mucha calma: El miedo se alimenta de la ignorancia

Hilario J. Rodríguez - publicado el 11/03/16

Mustang, inspirado en “Las vírgenes suicidas”, pero en la Turquía ruralJuan Goytisolo contó en su día cómo un amigo español que vivía en Marrakech le llamó aterrado después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Al parecer, alguien había hecho una pintada en árabe en su casa y él temía por su vida. Cuando el escritor se acercó a ver qué pasaba, no pudo evitar carcajearse. “Lailah, te quiero” es todo lo que había escrito en un muro.

A la entrada de la casa de las protagonistas de Mustang también hay una pintada que inquieta a su abuela (Nihal Koldas) y a su tío (Ayberk Pecan): “Sonay, te quiero”. Entre ambas pintadas parece escenificarse un mundo de miedos incomprensibles, no como los del cine de terror, pero mucho más letales porque se ajustan con bastante precisión a la realidad. Se trata de miedos que se alimentan de nuestra ignorancia, por no saber interpretar ciertas imágenes o por negarnos a aceptarlas.

Pongamos, por tanto, que establecer paralelismos entre Mustang y Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999, Sofia Coppola) para decidir con cuál de ellas nos quedamos, podría caer directamente en el terreno de la incapacidad ya no para interpretar sino para juzgar lo que vemos, si solo fuésemos a centrarnos en la solidez de un artificio o la inconsistencia documental de una ficción.

Sería algo así como comparar imágenes que casi habitamos, porque las vemos con mayor frecuencia y porque con su diseño de producción construimos a menudo nuestros espacios vitales; e imágenes distantes de una pequeña localidad costera a mil kilómetros al norte de Estambul, pese a que en ellas se escenifiquen conflictos domésticos que nos resultan familiares.

Las primeras casi no tienen que hacer esfuerzos en Las vírgenes suicidas para contarnos una historia aunque sea en un escenario opresivo, les basta con añadir elementos nuevos (como la banda sonora de Air y el efecto de flou en la mayoría de los planos) o establecer relaciones inesperadas entre ellos (como la sutil opresión que sufren sus protagonistas, producida más por la sobre protección que por el carácter abusivo de sus padres).

Las segundas, sin embargo, se esfuerzan en Mustang para no perder en ningún momento el interés de los espectadores, atendiendo al tempo de las escenas, a sus características formales y a la repetición, después de que el meollo argumental quede bien claro desde el principio, en cuanto los familiares de cinco hermanas huérfanas las aíslan, preocupados por que puedan perder la virginidad y no lleguen a casarse, construyendo en torno a ellas un universo de ventanas enrejadas y muros inexpugnables que las condena a vivir la excitación de su juventud al lado de inofensivos dinosaurios que les enseñan a cocinar y otras labores propias de un ama de casa.

Hay películas que se construyen desde polos opuestos, como si sus imágenes poseyeran estilos distantes y, sin embargo, contingentes, en busca de la armonía que solo el encuadre le puede proporcionar al cine. Mustang funciona así, con dos hemisferios, dos propósitos, entre otras cosas porque la escritura del guion fue compartida entre dos personas, una turca (la directora) y otra francesa (Alice Winocour), que seguramente pretendían escenificar un choque similar al que se produce en buena parte de la obra de Yasujiro Ozu, donde el Japón tradicional y la Norteamericana moderna colisionan.

La diferencia es que Ozu nunca plantea conflictos visuales demasiado obvios pese al deterioro crepuscular que puede percibirse en sus imágenes, y Mustang nos somete a un alto nivel de intensidad, que oscila entre el carácter hedonista del comienzo, cuando los alumnos de un instituto comienzan sus vacaciones de verano y se van a jugar a la playa, y la atmósfera claustrofóbica en la que desemboca, sin apenas transición, cuando una vecina advierte a la abuela de las protagonistas sobre lo que sus nietas están haciendo con sus compañeros de clase (divertirse, un acto que puede resultar incomprensible porque no todos lo hacemos de la misma manera).

Por supuesto, el lenguaje minucioso y pausado de Ozu, que suele filmar en ligero contrapicado como si la cámara estuviese en posición de loto, nos desvela desde qué lado lo observa todo; de la misma manera que el nervioso dispositivo de Mustang, filmado con cámara al hombro y narrado en voice over por la más joven de las protagonistas (Günes Sensoy), también es claro con respecto a las intenciones de la joven directora Deniz Gamze Ergüven, que -como Ozu- procura no caer en maniqueísmos innecesarios y le proporcione a todos los personajes una razón de ser más allá de la historia, presentándolos de forma natural, con sus luces y sus sombras, sin los automatismos de la ficción.

Deniz Gamze Ergüven no es Yasujiro Ozu, ni siquiera Nuri Bilge Ceylan, como tampoco Alejandro González Iñárritu es Andrei Tarkovski, así que no tendremos que enfadarnos con ella por no haber conseguido hacer la ópera prima que a nosotros nos habría gustado, pese a haber sido nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera (que no ganó) y pese a no hacerle sombra a Hijo de Saul (Saul fia, 2015, László Nemes) (que sí lo ganó), una circunstancia que nos ahorra polémicas que en lugar de poner de relieve nuestra cultivada percepción porque convertimos a Ozu o Tarkovski en maestros intocables, solo habría puesto una vez más el grandilocuente imperialismo desde el que vemos cine y escribimos sobre él, anclados en presupuestos comparativos que siempre dejan clara la riqueza de nuestro mundo interior y la ofensiva presencia de cuanto pueda cuestionarlo, ya sea en formato panorámico como en El renacido (The Revenant, 2015, Alejandro González Iñárritu) o en formato miniatura como en Mustang.

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