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Elogio de la ineficacia de las personas

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Devra Torres - publicado el 10/03/16

El Alzheimer ya se había llevado demasiado, así que ¿por qué debería también yo quitarle la dignidad a mi madre?

El pasado fin de semana viajé a New Hampshire para visitar a mis padres y, supuestamente, para ayudar a mi padre y mi hermana a cuidar de mi madre, que sufre (sí, sufre, esa es la palabra) de alzhéimer. No conseguí ser de mucha ayuda, pero regresé con algo sobre lo que reflexionar.

Mi madre, que solía tener una facilidad de palabra como pocas personas que habrás conocido, estos días apenas puede pronunciar una frase coherente. Con dos excepciones durante este fin de semana.

La primera fue cuando mi hermana, mi hija y yo estábamos haciendo collares con maíz criollo de colores y le recordé a mi madre que fue ella la que me enseñó a hacerlo.

“De hecho”, añadí, “me has enseñado prácticamente todo lo que sé”.

“Bueno, eso sería un poco excesivo”, respondió con perfecta lucidez.

La segunda excepción ocurrió más tarde, cuando no paraba de decir que se quería tumbar en el sofá e inmediatamente después se alejaba en la dirección contraria.

Yo traté de reconducirla hacia la sala de estar, pero una vez llegamos, ella parecía tener algún problemilla maniobrando con su cabeza para dirigirla en dirección a la almohada.

Yo quería ayudar e intentaba con toda ineficacia encontrar un equilibrio entre persuadirla y empujarla suavemente en la dirección correcta. Entonces, me replicó suavemente, pero con total claridad: “A ver, cielo, tómatelo con calma, ¿vale?”.

Tuve la sensación de que no estaba simplemente expresando fastidio por eso de empujarle la cabeza, sino que intentaba hacerme entender algo sobre cómo tratar a las personas.

Hace ya un cuarto de siglo que yo misma soy madre, así que estoy acostumbrada a intentar ayudar a personas que no pueden expresar lo que quieren. O que no están por la labor de hacer lo que debieran. O que no entienden lo que quieren en realidad.

Del llanto de un recién nacido puedo diferenciar si está hambriento o si tiene gases, aunque el mismísimo bebé no sepa qué es lo que le pasa.

Puedo determinar cuándo ha llegado el momento de abandonar el tacto y pasar a la coerción para evitar que una niña de dos años insista en comerse el caramelo duro que cree que la hará feliz y que yo sé que se le atragantaría en la tráquea.

Estoy familiarizada con el arte (aunque aún no lo he dominado) de saber cuándo dejar que tu adolescente siga adelante con una actividad que probablemente termine de mala manera o cuándo intervenir con firmeza.

Lo sabía todo sobre estos “momentos de aprendizaje” (y se ve que alguna vez se me ha ido la cosa de las manos).

Pero este caso era diferente. Las veces anteriores había estado intentando mostrar respeto y amor por personas que no eran suficientemente competentes como para manejar sus propios asuntos.

Tengo claro que merecen ese trato por el simple hecho de ser personas, y sobre todo estando bajo mi responsabilidad. Pero también hay un elemento de pragmatismo y una preocupación por la eficiencia.

Cuando tomas elecciones por un recién nacido, un niño pequeño o un adolescente, tienes en mente que algún día tomarán esas decisiones por sí mismos y que tú estás preparándoles para ese momento.

Buscas proveerles de lo necesario para que asuman su propia responsabilidad, ya sea interviniendo para prevenir una fatalidad, para que puedan vivir para ver esa edad de mayor competencia; o dejándoles experimentar las consecuencias naturales de sus errores.

Les tratas con un respeto apropiado, acorde con su dignidad, pero también porque das por sentado que así todo funcionará mejor, para ellos y para ti.

Pero este caso es diferente. No hay expectativas de que mi madre vuelva a asumir la tarea de ser responsable de sí misma o de arreglárselas ella sola.

Todos nosotros, que intentamos ofrecerle la ayuda que ahora necesita sin faltar a su dignidad, lo hacemos porque ella es quien es. No hay ninguna habilidad presente o futura que la justifique como merecedora de ningún trato.

La eficiencia dictaría una aproximación diferente: más coerción, menos explicaciones, menos cuidado por su cualidad de persona.

Pero la eficiencia está sobrevalorada.

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