El perdón es un misterioEl abrazo del Padre me abre la puerta de la vida y, al mismo tiempo, me confunde a veces. Al contemplar la parábola del hijo pródigo, al ver el cuadro de Rembrandt, o al escribir o predicar sobre este abrazo me entran dudas.
Por un lado está claro. Yo quiero ese abrazo. Yo quiero ser acogido así por mi padre cuando vuelva a casa. Yo quiero un Dios así, derramado sobre mi indigencia. Quiero un beso de padre a hijo. Quiero que me ponga el anillo y me coloque sandalias nuevas. Quiero una fiesta y un cordero cebado. Definitivamente, lo quiero.
Es la mirada de ese padre la que me conmueve siempre de nuevo por dentro. Una mirada que aguarda la llegada del hijo ausente. Una mirada llena de lágrimas, desgastada por la espera. Una mirada que abarca el infinito tratando de encontrar ese amor de hijo. Una mirada loca que no se conforma con la pérdida.
Me emociona pensar en esos ojos horadando el horizonte. Reteniendo las últimas luces del atardecer. Amaneciendo con el sol cada mañana. Esa espera infinita. Esa espera sin tregua. ¿Quién es capaz de amar tanto como para esperar así? ¿Quién es capaz de creer tanto en un regreso imposible?
Me conmueve el padre que me busca, que me espera. Me impresiona que no se canse de mis rebeldías y vuelva cada mañana al comienzo del camino que yo dejé hace tiempo.
Esa fidelidad me duele en las entrañas. Yo no soy así. Yo no espero de esa forma. Me conformo con las pérdidas, me acostumbro a las ausencias.
Pero al mismo tiempo me confunde ese abrazo que no recrimina, no exige, no denuncia. No hace justicia, no pide cuentas, no exige cambios. Me turba ese abrazo sin preguntas, que lo perdona todo. Ese abrazo de hoy me deja sin palabras.
¿Es posible perdonar de esa forma? ¿No es injusto perdonar así? ¡Qué difícil pedir perdón y perdonar! ¡Qué bendición ser siempre perdonados!
Decía el Papa Francisco: “Es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse”.
Hoy cuesta tanto hablar de perdón… Cuesta tanto perdonar al que nos ofende… Perdonar al que nos hiere. Perdonar sin castigo. Recibir perdón y perdonar. ¡Qué difícil aprender a perdonarnos a nosotros mismos!
El otro día leía: “Cuando Jesús se vuelve misericordiosamente a nosotros, pasamos a estar íntegros y sanos, experimentamos paz interior. Entonces llegamos a comportarnos misericordiosamente con nosotros mismos, en lugar de hacernos blanco de nuestra propia rabia”[1].
El perdón es un misterio, es una gracia que tanto nos cuesta encontrar. El abrazo del padre sana el corazón herido del hijo que regresa. Su elección sana mi herida profunda y me pone en camino hacia el hermano.
Con mucha frecuencia me encuentro con corazones enfermos, rotos, heridos. Corazones que no saben por qué sufren, por qué viven con rencor. No se conocen. No se entienden a sí mismos. No se aceptan en su vulnerabilidad, no se quieren en lo más hondo. Tal vez no han vivido nunca ese abrazo de perdón.
A mí mismo me cuesta también quererlos, volverme como el padre y abrazarlos. Y sé que eso ayudaría, sanaría.
Sólo cuando soy perdonado me hago más capaz de acoger y perdonar a otros. Sólo perdonándome a mí mismo puedo perdonar al que me hiere. ¡Cuánto cuesta el perdón! ¡Cuánto cuesta ese abrazo que todo lo borra! ¡Qué mala memoria tiene Dios!
Es verdad que el perdón no tiene que ver con el olvido. El Padre no olvidará nunca la herencia repartida y malgastada. No olvidará la lejanía y la ausencia. No olvidará tantas mañanas saliendo temprano a la puerta de la casa a esperar a su hijo.
Esos recuerdos son su historia santa. No los olvida, pero recordarlos ya no le producen dolor, no aumentan el rencor. El perdón lo transforma todo. ¡Qué importante aprender a perdonar!
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 90