Somos infieles en el amor cuando lo descuidamos y perdemos el tiempo allí donde no habíamos pensado estar nunca, pero…Hay una tentación grabada en el alma que vuelve siempre a mi cabeza. El miedo a no estar a la altura esperada, a no lograr lo que deseo, a no cumplir lo prometido.
Le pone voz una persona que rezaba así: “Me da miedo la vida. Me da miedo no estar a la altura, defraudar, escandalizar. Tengo grabada en el corazón esa santidad de perfección que creo que Tú me pides. Me alejo de ti cuando caigo y lo hago mal. Y no me creo con derecho a nada”.
Me veo así cuando no estoy a la altura y no creo en la misericordia de Dios. Creo con la cabeza, no creo con el corazón. Esa tentación es la que me turba. Ese miedo a defraudar. A no alcanzar las metas soñadas, los planes trazados. A no valer. A no ser fiel. ¡Qué fácil no ser fieles a nuestros sueños! ¡Qué fácil dejar de lado las promesas marcadas!
El otro día una persona me dijo algo muy verdadero: “Siempre hablamos de adulterio cuando una persona se va con otra y es infiel a su cónyuge. Pero adulterio es más que eso, es ignorar a la persona a la que uno ama buscando otras cosas en las que poner el corazón y vivir una vida paralela. No importa que no haya otra persona, pueden ser sólo cosas, hobbies y aficiones. Pero es el mismo corazón adúltero”.
Me dejó pensando esta afirmación. Es muy verdadera. Somos adúlteros cuando nuestro corazón no es fiel al amor primero, a la opción dada para toda la vida. Somos infieles en el amor cuando lo descuidamos y perdemos el tiempo allí donde no habíamos pensado estar nunca.
Creo que Dios puede trabajar mi corazón para hacerlo más suyo. Sé también que me seguirá abrazando en medio de mi barro y no se asustará de mis flaquezas. No se sorprenderá al verme caer. Me querrá igual cuando yo huya de Él y no lo quiera. Cuando sea hijo ausente. Hijo ingrato.
Sé que me besará cuando yo me aparte de su camino. Lo sé con la cabeza, es verdad, pero tantas veces lo niego con mi corazón. No conozco de verdad su misericordia.
Sólo tengo una imagen falsa de la santidad y una imagen falsa de la verdadera paternidad. Ese hijo que no responde al concepto de hijo esperado. Ese hijo fracasado que vuelve a casa. Ese hijo lleno de sueños incumplidos. Ese anhelo de felicidad roto en mil pedazos.
Es duro defraudar en la vida. No estar a la altura. Ante los fracasos podemos perder la esperanza y pensar que ya nada tiene solución.
A veces pensamos que la vida iba a ser de una determinada manera. Elegimos un camino. Optamos pensando que era el plan de Dios. Nos hacemos ilusiones e imaginamos un futuro perfecto con amores perfectos. Soñamos con una vida grande y plena.
Pero luego no es así y la vida nos decepciona. Fracasamos. Pasamos hambre cuando el trabajo que imaginamos no resulta. Sentimos la soledad cuando el amor por el que luchamos desaparece. Tocamos el suelo después de haber estado a punto de tocar el cielo. Lo imaginado no se hace real. ¿Qué hacemos?
Una persona decía: “No existen fracasos irremediables. Agobiado pero no aplastado; derribado pero no aniquilado. Justamente, cuando muchas veces está la tentación de decir: ya no puedo más, ¿cómo es posible que no estemos aplastados, agotados de fatiga? He aquí nuestro secreto: en todo momento encomendamos todo a Cristo y a su Madre en el Santuario: las dificultades de los otros, las nuestras, todo lo que nos agrede”.
A veces lo que pensamos como camino de felicidad en nuestra vida se trunca. Una enfermedad, una muerte, un accidente. Pero no hay fracasos irremediables. No ocurren tragedias que no tengan una solución.