Debería anotar en un papel esas ideas no razonables escondidas en el alma que condicionan mi estado de ánimoCreo que el santo es aquel que hace lo que Dios le pide y vive despreocupado. No teme, no se angustia por el futuro. Tal vez tiene miedos, es lo más humano, pero recibe la gracia de la confianza. Y entonces vive con una libertad que viene de Dios.
¡Qué lejos estoy de esa santa indiferencia! ¡Cuánto me cuesta vivir de esa manera! Me gustaría vivir confiando siempre. Con mi vida puesta en manos de Dios. Sin esperar nada, sin temer nada.
Sé que Dios puede hacer conmigo obras de arte. Puede trabajar la tierra, el barro, la madera, mi roca. Y yo sólo tengo que tener fe, creer, confiar, esperar.
¿Cómo es posible vivir con santa indiferencia en las dificultades de la vida?
El otro día una persona me comentaba con dolor: “No logro tener alegría cuando mis hijos no responden a lo que les pido, cuando no reaccionan como espero, cuando no hacen lo que creo que deberían hacer, cuando fracasan cuando yo he tratado de evitarlo. Tal vez me he vuelto muy cuadriculada y no permito que me saquen de mi esquema. Tal vez me aferro a mi deseo y no suelto. ¿Cómo hago para tener santa indiferencia? ¿Cómo logro que no me importe lo que los demás me digan o hagan?”.
Tal vez yo no conozco esa varita mágica que consigue que pase mi turbación y mi enfado cuando las cosas no salen como yo quiero. Ignoro dónde se encuentra esa sabiduría que convierte la desconfianza en abandono.
No hay recetas, lo tengo claro. No sé cómo lograr esa libertad interior frente a los actos de las personas a las que más quiero. Me importa. Claro que me importa lo que hacen y lo que no hacen.
Sólo sé que a veces llevo ideas no razonables grabadas en el corazón. Ideas que me condicionan y deciden si tengo que estar feliz o triste, alegre o enfadado.
Ideas sembradas a partir de experiencias que me dejan mensajes dañinos, envenenados: “Tú no vales nada, los demás sí que valen. Tú no tendrás nunca éxito. Si tus hijos no reaccionan como tú quieres es que no te quieren, no valoran lo que haces por ellos”.
No sé bien cómo llegan al corazón estas ideas. Pero ahí viven. Y entonces me molesta que mi estado de ánimo lo marquen los demás con sus reacciones. Porque activan estas ideas que yacen en mi alma y me cambia el ánimo.
Me cuesta que dependa para ser feliz de sus reacciones, de las palabras de los otros, de sus actos generosos o egoístas. No me gusta ser tan reactivo. No quiero estar tan condicionado por la vida de los demás.
¿Cómo se logra la santa indiferencia? ¿Cómo puedo mantener mi alegría ante las contrariedades, mi paz ante las críticas y opiniones de los otros?
Debería anotar en un papel esas ideas no razonables escondidas en el alma que condicionan tanto mi estado de ánimo.
A veces yo mismo me justifico y pienso que son los demás los culpables, que si se comportaran de otra manera yo sería feliz. ¡Qué equilibrio tan inestable! ¡Qué paz tan esquiva!
¿Cómo puedo depender tanto del mundo y de sus circunstancias para ser feliz, para tener paz? Llego a la misma conclusión: soy un inmaduro, me falta fe, no me conozco y no acepto mi vida como es.
La santa indiferencia es una gracia, un don, un milagro. Es un cambio en mi forma de mirar la realidad, en mi forma de enfrentar las relaciones.
Me lo pueden quitar todo y no por ello tengo que perder la felicidad. Esa felicidad nace en el corazón, vive allí donde nadie puede entrar si yo no le dejo.
Por muy oscuro que se presente mi día, el día siguiente puede ser mucho mejor, puede haber más luz, puede salir el sol en medio de las nubes. No tengo por qué perder la paz del alma.
Ya lo decía san Claudio de la Colomiere: “Dios mío, nada puede faltar a quien de ti aguarda todas las cosas. Por eso decido vivir en adelante sin ninguna preocupación, descargando sobre ti todas mis inquietudes. Tú has asegurado mi esperanza. Me pueden despojar de los bienes y de la reputación; las enfermedades pueden quitarme las fuerzas y los medios de servirte; pero no perderé mi esperanza. La conservaré hasta el último instante de mi vida. Sé que soy frágil e inconsciente; sé cuánto pueden las tentaciones; pero nada de esto me hará temer. Esperaré siempre, porque espero de ti esta invariable esperanza. Lo puedo esperar todo de ti. Espero que me harás triunfar en mi debilidad. Espero que me amarás siempre. Y, más aún, te espero a ti para el tiempo y la eternidad”.
Me gusta esa mirada llena de esperanza sobre la vida. Esa confianza puesta en el Dios de mis promesas de plenitud, en el Dios que me llama y me invita a caminar a su paso.
El otro día una monja misionera, Victoria Braquehais, escribía: “África me enseña a rezar con lo concreto, con el aire, con la tierra roja. Con el sol, con el atardecer, con la noche estrellada, con la sonrisa de un niño. Con su derroche de vida y humanidad, con su resiliencia. Vivo en un pequeño poblado al sur de la República del Congo. Y mi poblado, como el corazón de todo nuestro país, late al ritmo de contrastes”.
Y comentaba cómo ella había experimentado en África la bienaventuranza de enseñar al que no sabe: “Yo era la que no sabía y África me ha enseñado. No todos tienen que ir a África. Yo sí tenía que ir para aprender a vivir”.
Ella aprendió a confiar allí, en esa tierra en la que hay tan pocas cosas, en las que la alegría de vivir permanece intacta en medio de la escasez: “Allí aprendí el valor de las pequeñas cosas. Cosas que antes eran muy importantes dejaron de serlo. Y otras que no me importaban comenzaron a ser importantes”.
La santa indiferencia es un camino de vida. Se aprende desprendiéndonos de tantas ataduras. Borrando con fuerza mensajes negativos en el alma. Valorando las pequeñas cosas de la vida.
Me gustó la mirada de esta monja sobre la vida. Esa libertad interior. Esa confianza en Dios. Cuando Cristo se convierte en la medida de las cosas. Y mi confianza en sus planes hace que mis planes dejen de ser tan importantes.