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Una segunda lectura de El nombre de la rosa

Jorge Martínez Lucena - publicado el 02/03/16

Es verdad que Umberto Eco arremete contra la Iglesia, pero no es todo negativo en ella

La semana pasada murió Umberto Eco, un sabio de nuestro tiempo. Una especie de humanista posmoderno, destacado en campos tan dispares como la semiótica y la novela bestseller. Alguno de sus libros, como Apocalípticos e integrados, nos han permitido entender mejor nuestra relación con la cultura pop, en la que Mozart y Superman han sido curiosamente nivelados.

Sin embargo, la obra que lo catapultó a la fama y que lo mantendrá en la memoria colectiva es El nombre de la rosa (1980), que en 1986 tuvo su adaptación al cine de la mano de Jean-Jacques Annaud.

Si hablamos de la película, en su primera lectura se puede entender que Eco está arremetiendo a lo grande contra la Iglesia católica. En cierto modo lo hace. Guillermo de Baskerville es un fraile franciscano trasunto del histórico Guillermo de Ockham, que se enfrenta a una concepción del cristianismo mucho más conservadora, tradicional y corrupta, la encarnada por un monasterio benedictino al norte de Italia en 1327, la opulenta comitiva papal y la Santa Inquisición capitaneada por un tal Bernardo Gui, magistralmente interpretado por quien poco antes había sido Salieri en Amadeus (1984), F. Murray, ya un malo por antonomasia de la gran pantalla al que últimamente hemos visto en Homeland (2011-).

El guion y la trama dan numerosas pruebas al abogado de la acusación del filme.

En la tétrica y obscurantista abadía, retratada con abundante uso de la falacia patética, suceden asesinatos que los monjes intentan reducir supersticiosamente a ocultas fuerzas sobrenaturales, a intervenciones de demonios, herejes y brujas poseídos, y gallos y gatos negros.

En oposición a ello, tenemos a Guillermo de Baskerville con cara de James Bond (Sean Connery), que junto a su discípulo Adso -narrador testigo como Watson lo era de Holmes, interpretado por un jovencísimo y tonsurado Christian Slater, que fue un chico inocente antes de lanzarse a interpretar su papel en Amor a quemarropa (1993)-, hacen uso de la razón deductiva para solucionar los enigmas y misterios planteados por la realidad, demostrando su efectividad.

Además, en la abadía tiene lugar una disputa apostólica acerca de la pobreza del clero, en la que los franciscanos son los únicos que se salvan de la caricaturesca pluma de Eco. Los cardenales vaticanos y los dominicos custodios del pensamiento único, no solo muestran una proverbial insensibilidad ante la pobreza y los pobres, sino que hacen lo posible por eliminar a cualquiera que ose contradecirles, tildándolo de seguidor del dulcinismo, herejía revolucionaria que predicaba la pobreza de Cristo e intentaba imponer por la violencia la pobreza de todos los clérigos.

Contra esto, tenemos a un Guillermo de Baskerville que se parece bastante al inventor histórico del nominalismo, que promueve una visión del conocimiento humano más parecida a la de la ciencia moderna, que se trasluce en afirmaciones tan sencillas como: “Adso, si tuviese respuestas para todo, estaría enseñando teología en París”.

En la misma línea de retrato grotesco y tremendista, vemos al venerable Jorge, un inquietante monje benedictino español que odia la comedia, porque, como él dice: “la risa mata al miedo y sin miedo no puede haber fe”. Es el responsable de las misteriosas muertes de todos los lectores del segundo libro de la Poética de Aristóteles, considerado por él de contenido pernicioso.

Todo ese saber oculto en la laberíntica torre de la abadía quiere simbolizar el control y la especulación que la Iglesia habría tenido sobre el conocimiento hasta que la imprenta y las reformas permitieron la difusión de traducciones a lenguas vernáculas.

Contra esto, de nuevo tenemos el ejemplo Guillermo de Baskerville, que parece encarnar una visión de la fe no contrapuesta ni a la razón ni a la libertad, reconocible a la perfección en la última escena del filme, cuando maestro y discípulo se van victoriosos del monasterio, y Adso se encuentra con la chica.

En esa situación, el maestro no retrocede para arrastrarlo, sino que sigue adelante, asumiendo el vértigo de la libertad y confiando en que su pupilo le siga por amor a su vocación como monje, y no por miedo o por imposición.

Pese a todo esto, cuando he visto la película de nuevo, esa interpretación estrictamente negativa no me parece la más acertada, pues mira desde el miedo y la inseguridad, y no hace otra cosa que protegerse de posibles abusos cometidos por gente perteneciente a la Iglesia en tiempos de hegemonía cultural cristiana.

Sin embargo, si le echamos un vistazo hoy al filme, el resultado para mí es otro. Por un lado, resulta relativamente fácil reconocer que en el metraje se hace una indudable crítica a determinados aspectos contingentes de la Iglesia. Pero también se vislumbra dentro de ella una experiencia verdadera: la de los franciscanos de Francisco –aunque el tal Ubertino da Casale emite algún juicio francamente lamentable sobre las mujeres-, la de Guillermo de Baskerville, y la de su discípulo Adso.

Este último, por ejemplo, le pide a Dios dos milagros: primero, que la chica de la que está enamorado se salve de ser quemada en la hoguera; y segundo, que su maestro se libre del espectacular incendio de la biblioteca. En ninguno de los casos se verifica el silencio de Dios. Muy al contrario, en ambos casos Dios concede lo improbable y los salva.

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