Si lo hago doy poder a otros sobre mí, y me hago dependiente del humor que tenganEn una charla de desayuno entre amigas, una de ellas, con ese difícil arte que mezcla el gracejo y la seriedad, nos contaba una experiencia de vida en la que tantos nos podemos ver reflejados de una u otra manera.
Una historia que me permito exponer aquí con su noble autorización:
–Ha llegado a mi domicilio la promoción de una clínica ofreciendo un maravilloso tratamiento de belleza que promete rejuvenecer y ser la admiración y envidia de propios y extraños. La verdad, es que si bien busco verme lo mejor posible, no me interesa ocultar la edad que realmente tengo y eso me hace consciente de que el verdadero tratamiento de juventud no cuesta, pues debe ser más que nada la aceptación uno mismo en muchos aspectos.
No es lo mismo lograr la apariencia de algunos años menos por ciertos cuidados, que ser joven por más años que se tengan; siendo libres y felices de ser nosotros mismos porque nuestra apariencia física, la estimación de los demás, y la propia capacidad personal no dependan de la opinión ajena.
Eso me trajo el recuerdo de una inolvidable experiencia en mi adolescencia:
Al graduarme en tercero de secundaria asistí al baile de graduación sintiéndome la persona más desdichada del mundo: no me gustaba el vestido que me había comprado mi madre; no podía ocultar mi acné; el chico que me gustaba asistiría con su novia que sí sabía vestirse muy bien y era preciosa; mi acompañante era un peor es nada, que además bailaba mal (o al menos así lo veía), todo sumado a un esto y a un lo otro catastrófico.
Aquella noche camino al evento, mi imaginación hacia girar mi cabeza con negros pensamientos en donde me veía como el hazme reír de todo el mundo, el centro de la morbosa atención de mil ojos críticos, ¡qué pensarían, que dirían…! realmente no deseaba asistir, pero era inevitable.
Lo que paso fue que nadie se fijó ni en mí, ni en mi vestido, casi todos los adolescentes teníamos acné; cada quien bailo como le dio la gana; mi acompañante resulto divertidísimo; el chico que me gustaba, ni alcance a verlo de tanta gente que había; del esto y de lo otro catastrófico no me acorde… me divertí muchísimo, la pase en grande.
Fueron varias lecciones de vida que he ido sacando del recuerdo de aquella noche de graduación, que me han ayudado a desembarazarme poco a poco del lastre de depender de la opinión de los demás sobre mí, en mi camino hacia mi autonomía y adultez.
Algunas son:
Contra lo que solemos pensar, la mayoría de las ocasiones, a la gente que no nos conoce no le interesa realmente ofendernos. El improperio en la fila, el desaforado insulto del chofer de aquel vehículo, el maltrato en aquella oficina; solo deben confirmarnos en la verdad de sentirnos bien en medio de cualquier circunstancia, conscientes de que cualquier razón para perder la paz, es siempre una mala razón.
Cuando las personas juzgan, critican, provocan o injurian a otro, a su paso, lo hacen guiados por la amargura del propio fracaso, su interés o su estado de ánimo, por reafirmarse en su realidad o por canalizar su ira o frustraciones. Sus palabras son suyas, no nuestras. Sus actos a reacción los padecerán luego ellos mismos cuando al fin hayan de serenarse.
El concepto que tenemos de nosotros mismos, solo lo debemos cambiar en base a nuestra propia experiencia. Por muchos errores o aciertos que haya en nuestro haber, las personas somos más que todo ello, y todo lo podemos superar. No debemos aceptar que nos etiqueten.
Hay personas cuyo estado de ánimo depende enteramente de aquellos con quienes se relacionan (en clase, en casa, en el trabajo, con los amigos o compañeros). Si el otro los menosprecia, se sienten amargados, tristes, culpables. Dejan que otros decidan quienes son, e incluso, llegan a pensar que son buenos o malos si los demás los consideran buenos o malos. Es decir, se someten sin protesta o razonamiento alguno al ataque implacable de sus acusadores, y terminan admitiendo el planteamiento ajeno renunciando al propio.
Nadie de los que tratamos de ordinario, puede hacernos sentirnos mal si no se lo permitimos. Los dimes y diretes en que algunas veces nos hemos visto envueltos en el barrio, en la oficina, en aquel círculo de amigos, pueden llegar a abrumarnos; sin embargo, los hechos y las personas con el tiempo adquieren una importancia relativa. Quedaran si acaso en lo anecdótico.
Un comentario despectivo, una provocación mal intencionada, un insulto, una palabra con segunda intención, son ofensas que no deben quitarme la paz, pues lo que digan o hagan los demás es un reflejo de su propia realidad y yo no tengo porque compartirla, aunque se encuentren en mi entorno; porque si lo hago doy poder a otros sobre mí, y me hago dependiente del humor que tengan. Que quien nos dice eres muy inteligente o un inepto, solo está exteriorizando su manera de pensar y de sentir. Sus palabras no pueden hacer que nos sintamos mejor ni peor. Debemos saber que no somos mejores cuando nos alaban, ni peores cuando nos critican.
Desconfiar de nuestra vanidad. Una cosa es como nos vemos a nosotros mismos; otra, es como consideramos que nos ven las demás personas; y otra muy diferente es como nos ven en realidad, esto último nos puede dar una dura lección.
En ocasiones podemos creernos demasiado importantes. El que se toma las cosas personalmente hinchándose con la alabanza e indignándose o deprimiéndose con las descalificaciones, piensa en el fondo que los demás seres viven pendientes de él. Si nos fijamos un poco, nos daremos cuenta de que eso por lo general no es cierto.
No caer en la vulnerabilidad. Quien se toma las cosas que los demás dicen de él, personalmente, se hace frágil y se arriesga a ser utilizado para el desahogo de quienes conocen esa debilidad.
Los más débiles o tímidos se convierten en presa fácil de los manipuladores necesitados de alguien en quien desfogarse o descargar sus malestares. Si nos han adjudicado el papel de posibles víctimas, no es porque lo seamos, sino por necesidades de su guion. Ante esos intentos por afectarnos el mejor aprecio es el desprecio.
No comprometer nuestro desarrollo personal. Nos dispersamos en vanas preocupaciones, en vez de luchar por encontrar verdadera gratificación en el esfuerzo por lo que vale la pena vivir.
Quien no es capaz de autoestimarse a sí mismo, y respetarse con independencia de lo que los demás piensen o dejen de pensar, pierden tiempo en desarrollar sus competencias personales, por seguir el juego que no lo deja ser un individuo activo y con capacidad de hacer su propia aportación al ambiente.
Cuidar nuestra autonomía. La libertad humana es la gran manifestación de nuestra humanidad, por la que podemos ser responsables y comprometidos con el maduro realismo de nuestros límites. Y cada quien tiene su propia responsabilidad.
La tendencia a creer que todo cuanto ocurre a nuestro alrededor exige una respuesta de nuestra parte, no es realista. De la misma manera que existen muchas cosas que no podemos cambiar porque no dependen de nosotros, es imposible controlar las acciones u opiniones de los demás. Siendo esto así ¿Por qué conceder a la actitud ajena un mayor valor de la que realmente tiene?, que por no corresponder a ningún compromiso, suele ser nulo o muy pequeño.
Al vivir en sociedad inevitablemente debemos contar con la opinión ajena y ser responsables de cómo nos ven los demás en cuanto a contribuir al bien. Se trata de dar buen ejemplo a los demás con nuestra relación, con una imagen que convoque más que provoque. También debemos admitir el juicio de los demás en la medida en que nos ayuda a no permanecer encerrados en la rigidez de nuestras convicciones. No conviene formarse una imagen inalterable de uno mismo, conviene más bien, estar abiertos a los consejos y correcciones, sobre todo, si provienen de personas que sabemos bien que nos quieren.
Por Orfa Astorga de Lira. Orientadora familiar, Máster en matrimonio y familia por la Universidad de Navarra.
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