No creo que yo mismo vaya a lograr con mi esfuerzo lo que es don sagrado…A veces me parece no dar fruto, no encuentro en mí esa “armonía agradable a Dios entre la vinculación hondamente afectiva a Él, al trabajo y al prójimo en todas las circunstancias de la vida”[1].
Esa armonía es un fruto, un don, una consecuencia de un tipo de vida, de una forma de vivir y de amar.
Creo que la armonía sólo será posible en plenitud en el cielo. Eso me da paz. Será entonces cuando todo esté en paz, cuando las cosas serán como tienen que ser. Y yo no me preocuparé más. Y descansaré en los brazos de Dios.
No lo sé, aquí en el camino no vivo esa armonía. Tal vez camino tratando de lograr que todo lo que hago sea por amor. Que me mueva por amor. Que entregue mi sí por amor. Mi docilidad a los más leves deseos de Dios en mi vida. Amor por amor. Amor entregado al recibir tanto amor.
Una armonía entre todos esos campos de mi vida en los que es tan difícil a veces encontrar la paz. El corazón anclado profundamente en Dios. El corazón anclado en los hombres, en lo que hago, en aquello por lo que lucho. En esos ideales que sacan lo mejor de mi corazón y me hacen soñar con las alturas. Y todo en armonía.
Sí, quiero levantarme cada vez que experimente de nuevo mis mismas torpezas de siempre. Cada vez que vuelva a tocar sorprendido el barro de mi vida y comprenda que Dios construye una obra de arte con mi alma. Cada vez que sufra la falta de armonía en mi corazón, la inmadurez que padezco y no deje de entregarme a cada paso.
Quiero conservar esa mirada que sueña con cumbres altas. Esa mirada que no desprecia la fragilidad, que la toma en sus manos y se la entrega conmovido a Dios. Sabiendo que me mira siempre lleno de misericordia. Como el padre de la parábola que aguarda cada mañana el regreso de su hijo.
No es sencillo ser santo. Pero no depende de mí, de mi esfuerzo, de mi lucha. Dios me llena de su amor, de su luz, de su armonía. Él me llena de su misericordia y me hace de nuevo.
Yo confío. Dios confía. No me creo seguro de mis fuerzas, de mi santidad. San Pablo me lo recuerda y me conmueve: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”.
Cada vez estoy más convencido de una sola cosa: la misericordia de Dios sostiene mi vida. Estoy seguro de pocas cosas. Esa es una de ellas.
Decía un sacerdote: “Cuando era joven mis debilidades me afligían. Ahora son ventanas por las que entra en mi vida la misericordia de Dios. En esas miserias brilla la misericordia de Dios. Me llevan a ser más humilde”.
Me tocaron sus palabras. No me creo seguro de nada. No creo que yo mismo vaya a lograr con mi esfuerzo lo que es don sagrado.
A veces buscamos certezas. Tantas personas llegan a mí buscando certezas. Caminos seguros en medio de un mundo inseguro, en movimiento, inestable. Buscan una roca sobre la que construir sus vidas.
A veces nos obsesionamos con esa seguridad de los hombres. Con esa armonía perfecta que sólo anhelamos.
Quiero decirle a Dios lo que le dijo Moisés ese día de rodillas ante la zarza ardiente: “Aquí estoy”. Lo dijo consciente de la pobreza de su vida. ¡Cómo iba él a salvar a todo un pueblo esclavo! ¡Cómo iba a liberarlos de un pueblo tan poderoso!
La pequeñez de su vida la tocó ese día al pisar terreno sagrado. Dijo en su corazón: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Y la hizo. Cada día de su vida fue seguir los pasos de Dios. Fue arrodillarse, escuchar y actuar. Fue tomar su incapacidad en sus manos y ver cómo Dios construía con ese barro.
Eso es lo que vale. La actitud confiada de los niños. Por eso hoy confío en esa misericordia que me sostiene. Y le digo que sí a Dios. Confío. Él confía.
[1] J. Kentenich, Santidad ahora